Tengo un enemigo que, por lo mucho que me insulta en los correos electrónicos que me envía, debe ser un tipo inteligente y capaz.

Antes se confesaba cristiano de base, ahora sencillamente se me ha vuelto ateo aunque él prefiere definirse como "racionalista". En su penúltimo 'emilio' asegura, quizás tras haber leído la última entrevista periodística con el admirado filósofo español José Luis Rodríguez Zapatero que no es Dios quien ha creado al hombre sino el hombre el que ha creado a Dios para consolarse de su triste destino, que es la persecución en la nada. Una especie de dios muñeca consoladora para niñas sin amigas a la vista.

Comprendo que la reiteración de un argumento ni le dignifica ni le desacredita, pero lo cierto, el receptor, o sea servidor, tiende a ignorarlo por eso, por manido. Mi enemigo, de profesión librepensador, me recuerda esa trilogía espléndida, la sátira británica 'Sí Ministro'. En uno de sus capítulos, el primer ministro, honorable Jim Hacker, debe elegir a un nuevo obispo. Sus funcionarios le asesoran: "Ahora debe usted elegir a fulanito, para guardar el equilibrio entre los obispos anglicanos que creen en Dios y los que no creen. Ahora toca uno de los que no creen".

Cuando el premier pregunta si un obispo puede ser ateo, se le responde que no, pues dejaría de cobrar sus estipendios. Los que no creen -aseguran sus consultores- se califican a sí mismos como modernistas. Su teología consiste en asegurar que la Biblia no es un historia sino una leyenda -bellísima, eso sí- y en sostener que los relatos allí narrados no son crónicas sino mitos; no son conceptos, sino símbolos. No hay diferencia entre un ateo y un racionalista, o un modernista, si lo prefieren. Diferencia ideológica, claro está. En la práctica sí difieren porque el ateo es mucho más honrado: no pretende, como los clérigos modernistas, medrar en una institución eclesiástica sin compartir sus convicciones. El ateo desprecia la Iglesia de Roma, el modernista pretende conquistarla en su provecho.

Viene todo esto a cuento -además de a cuento de mi enemigo cibernético- al septuagésimo quinto -¡jo!- aniversario de la muerte del gran Chesterton. Decía yo que era Don Gilberto una fuente inagotable de perlas y leyendo su artículo -GKC era, sobre todo, un hacedor de artículos- me encuentro con esta maravilla: el significado de los sueños. Escrito en 1901, cuando contaba 27 años de edad, Chesterton no era entonces el hombre famoso que luego fue ni el literato consagrado. Pero ya apuntaba maneras de subversivo de lo políticamente correcto. Basten algunos párrafos del elogio: "El mayor acto de fe que puede cumplir un hombre es el que ejecutamos todas las noches. Abandonamos nuestra identidad, entregamos nuestra alma y nuestro cuerpo al caos y a la antigua noche. Nos descreamos como si estuviéramos en el fin del mundo; para todos los fines prácticos nos convertimos en muertos, con la esperanza firme y cierta de una resurrección gloriosa".

Nos ponemos el pijama, gesto casi rutinario, y "en ese trance repentino y sorprendente que llamamos dormir, se nos transporta lejos, sin deseo ni voluntad nuestra, y se nos muestran prodigiosos paisajes, incidentes extraordinarios, y fragmentos de historias descifrables a medias… una visión perfectamente extraña de los sueños es imposible, porque los sueños son funciones del alma humana y esta es la única cosa que jamás podemos estudiar acabadamente, porque es al mismo tiempo materia de estudio y estudiante. Podemos analizar a un escarabajo mirando a través de un microscopio pero no podemos analizar a ese escarabajo mirando a través de otro escarabajo".

Este es el problema del racionalista, que pugna por estudiar lo espiritual, o por negarlo, y para ello debe utilizar algo espiritual: su alma. Por eso, el joven Chesterton que todavía no era cristiano ya era creyente: "Si adoptamos la demasiado difundida tesis moderna de que la historia del hombre se inició con la publicación de la teoría de la evolución, podemos tratar esa tendencia como cosa sospechosa".

Sospechemos, antes que de ninguna otra cosa, de nosotros mismos, porque: "incluso en un imperio de ateos, el hombre muerto es siempre sagrado… Un hecho extraño y divertido es que incluso los materialistas, que creen que la muerte, no hacen otra cosa que transformar a un semejante en un desperdicio, sólo empiezan a reverenciar a ese semejante precisamente desde el momento en que se transforma en desperdicio".

Se lo digo yo: la solución contra el guirigay mental contemporáneo es releer al periodista inglés. ¡Más Chesterton, por favor!

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com