(Gn 9, 5-6) (Salmo 139, 15-16)

-Desengáñate: los espíritus no entendemos el aborto porque no podemos entender la muerte. La muerte afecta a los hombres y mientras están en el mundo, no a los ángeles, ni a los del Reino ni a los de Infierno –sentenció Benjamín, una de los principados a los que se había asignado la custodia de uno de los más países más antiguos de Europa, el espíritu más relevante de los cuatro allí reunidos.

Rubén, ángel asignado a la protección de una orden de consagradas, matizó:

-No, Benjamín, los espíritus sí podemos entender la muerte, porque también la hemos experimentado. Los malignos no tienen cuerpo pero sabemos que están muertos y, lo que es peor, sabemos que jamás resucitarán.

-Todo eso está muy bien queridísimos –aseguró Cristóbal, ángel asignado a un ser humano concreto- y podemos discutirlo en la Academia de Custodios. Ahora bien, la pregunta de mi actual compañero –así se refieren los ángeles custodios a las personas que tienen asignadas- sigue en pie: ¿Por qué las Sagradas Escrituras no condenan, de forma expresa, el abominable crimen del aborto?

-Porque las Sagradas Escrituras –advirtió el cuarto contertulio, de nombre José- no hablan del aborto sino del valor sagrado de la vida. El Eterno siempre se dirige al hombre en positivo, salvo cuando se trata de avisarle de algún peligro, cuando se ve obligado a abajarse hasta la criatura. Es entonces cuando emplea el lenguaje prohibicionista, negativo, que siempre nos resulta tan morboso en el Reino. Y ya desde el Génesis la advertencia es clara: "Quien vierta sangre de hombre, por otro hombre será su sangre vertida, porque a imagen de Dios hizo al hombre". Sí, las escrituras sí que hablan del aborto y sí que lo condenan, sólo que en positivo: nada menos que defendiendo el valor sagrado de la vida humana, pues hasta en las fieras, siempre inocentes, vengará Dios la muerte del hombre.

Rubén insistió:

-Y si quieres una respuesta para tu compañero, mucho más próxima al asunto, recuerda el Salmo 139:

"No fue encubierto de ti mi cuerpo, aunque en oculto fui formado y entretejido en lo más profundo de la tierra.  

Mi embrión vieron tus ojos

y en tu libro estaban escritas todas aquellas cosas que fueron luego formadas,

sin faltar ni una de ellas.

-Tus ojos vieron mi embrión –repitió Cristóbal-. Por lo general, me siento a gusto en mi condición de espíritu, no limitado ni por el tiempo ni por el espacio, pero hay cosas que envidio a los hombres, esclavos de la materia.

-Por ejemplo -terció Benjamín- de qué modo una célula, una sola, puede albergar todos los elementos que precisa un humano adulto.

Rubén no estaba dispuesto a extasiarse con la pretendida grandeza del hombre:

-Pus imagínate nosotros, que no tenemos ni una sola célula –aclaró Benjamín.

Pero José volvía a la cuestión principal:

-La Biblia condena el aborto en tanto ensalza el valor de la vida humana creada. Acordaos de Caín y Abel, los dos primeros hijos de los hombres, la segunda generación de seres racionales y libres: "Caín se lanzó contra su hermano Abel y le mató. El Señor le dijo a Caín: ¿dónde está tu hermano Abel? Contestó: no sé, ¿soy yo acaso el guardián de mi hermano?". Pues bien, Cristóbal, puedes decirle a tu compañero humano que lo de Abel fue el primer homicidio de la historia. Fue incapaz de respetar la vida de su propio hermano como tantos otros y, sobre todo, otras, no son capaces de despreciar la vida de su propio hijo.

-Cierto –sentenció Benjamín-: mató a su propia sangre, como ocurre en cada aborto.

-Pero entonces –objetó Cristóbal. Algo está ocurriendo en la humanidad actual, la más numerosa de toda la historia de la raza, porque hay demasiados caínes: más de 1.000 millones de homicidios desde que comenzara la nueva era abortera.

Benjamín cambió de tercio:

-¿Por qué estamos hablando con palabras, como si fuéramos hombres?

-Bueno –arguyó Rubén-, los espíritus no tenemos intimidad. Además, ya sé que el lenguaje es más limitado que el pensamiento pero resulta tan agradable paladear las palabras. Tanto como escucharlas.

-Gracias Rubén, pero no es un tratado sobre la naturaleza angélica lo que puedo comunicarle a mi compañero humano.

-No, no debes hablarle de ángeles, debes recordarle lo que ha dicho uno de los suyos, actual representante del único en la tierra, el humano Joseph Ratzinger: "Dios ama al embrión". Todo lo que quiere saber está comprendido en esas cuatro palabras.

Cayó el silencio entre los cuatro espíritus y Cristóbal aprovecho para bromear:

-Entre humanos, cuando se produce un silencio en una reunión, se dice que ha pasado un ángel.

-Puede ser eso. Las palabras son capaces de paralizar hasta a los espíritus, si van cargadas de amor recio. A fin de cuentas, que es un espíritu sino el ser capaz de amar u odiar. Sí, ese hombre, Ratzinger, ha dado en la diana. El Único ama al embrión, lo que convierte al aborto en la mayor batalla que jamás haya librado la humanidad contra el Maligno. Una batalla tan cruenta que no creo que el Eterno permita que se mantenga durante mucho tiempo. Tiempo humano, naturalmente: demasiados embriones, demasiados hombres que Él ha elevado a la categoría de hijos, han sido aniquilados en su presencia.

- Y aquí, en el Reino, las víctimas son ya multitud –aseguró José-. Precisamente, uno de ellos me estaba destinado como compañero, hasta que su madre decidió librarse de Él. Cuando le ejecutaron, sólo en el Reino fuimos conscientes de su grito silencioso. Y como él, otros novecientos noventa y nueve millones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve. Me pregunto de qué les sirve a los hombres sus ojos sí nunca ven lo que tienen delante de sus narices. ¿De verdad creen que el Señor de la Vida va a permitir que la gran matanza se prolongue?

-No, su justicia actuará en breve –sentenció Benjamín.

-¿Y su misericordia?

-Su misericordia, Cristóbal, lleva demasiado tiempo reteniendo el brazo de su justicia.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com