Sr. Director:
En estos últimos tiempos los funcionarios venimos siendo vituperados por cierto sector de la opinión pública en la que se incluyen políticos, empresarios, medios de comunicación y ciudadanos en general.

 

Son unos "privilegiados", dicen unos, "trabajan poco", dicen otros, son una "multitud", alegan unos y otros…, comentarios para todos los gustos como si el funcionario se hubiera convertido ya en una pesada lacra para la sociedad que hubiera que eliminar o, en su caso, reconvertir para que estuvieran sujetos a la misma inquietud y angustia que hoy padecen millones de empleados del sector privado y, no digamos, la de los propios desempleados.

Es decir, parece que lo normal es que tengamos que sufrir la misma inseguridad en el puesto de trabajo y que nuestros sueldos, no importa qué niveles o responsabilidades, no excedan de los escalones medios y bajos de la empresa privada, que, por otra parte, son en estos momentos los que se perciben en la administración.

He querido extremar mi reflexión sobre la función pública para elevar al absurdo algunas de las frívolas y disparatadas opiniones que se vierten sobre ella y sus ejecutivos o administradores. No me voy a fundamentar en los tratados y principios del derecho constitucional o administrativo, para explicar mi posición en la defensa de los administradores públicos ni la razón de ser de su existencia, por cuanto que mi doble condición de político y funcionario me permiten, desde mi experiencia personal, hacer una defensa racional y comprensible del honroso trabajo que desempeñamos.

El bien común y el bienestar de los ciudadanos exigen personas que se dediquen a la administración de los bienes y servicios comunes con profesionalidad y eficacia. Las funciones de seguridad, hacienda pública, servicio de salud, obras públicas, seguridad social de los trabajadores, educación y formación o la defensa de los intereses de una nación desde el punto de vista militar o diplomático, por citar las principales, no pueden quedar en manos exclusivas del sector privado aunque se comparta la gestión y recursos de que disponen.

Desde las primeras organizaciones tribales hasta las modernas formas de Estado nacionales y supranacionales, el hombre ha necesitado de quienes regulen su modelo de convivencia y les proporcionen todos los medios necesarios para disponer del uso y disfrute de los bienes comunes a cambio de una contribución que son los impuestos. La clase política decide el sistema, legisla, ejecuta y el funcionario sirve a la sociedad con los medios y recursos que les proporciona la organización del Estado, incluido el salario naturalmente.

Por lo tanto los funcionarios son trabajadores que, como los demás de cualquier sector, están sujetos a una cualificación profesional, a unos horarios, a un rendimiento y a una disciplina regulada en un Estatuto de su profesión llamado de la Función Pública. En la crisis actual que padecemos lo que existe, entre otros graves problemas, es una quiebra importante de la Administración del Estado en sus distintos estrados central, autonómico, provincial y local.

Desbordada en su dimensión y deteriorada gravemente en su eficacia, por la pésima gestión de la clase política gobernante, se impone que la primera premisa para afrontar esta preocupante situación es acometer una profunda reforma que clarifique ante el ciudadano y contribuyente, el modelo de administración que ponemos a su disposición.

La experiencia de estos años ha demostrado que una buena parte del conjunto de las administraciones públicas del Estado resulta ingobernable, insostenible y de una excesiva complejidad para el usuario.

Los funcionarios de carrera se han visto y se ven, en muchas ocasiones, relegados en muchas de las oficinas públicas por empleados, asesores o consejeros que el poder político ha instalado en ellas, incrementando abusivamente el gasto público, desprofesionalizando la función pública y creando un pésimo clima laboral que incide negativamente en la eficacia y resolución de los asuntos correspondientes.

Es urgente despolitizar las administraciones y profesionalizarlas hasta los máximos niveles de su organización, para que no estén sujetas a los vaivenes de los cambios políticos. Se ha de acometer también la reordenación de sus competencias y el acceso a las mismas por exclusivos méritos profesionales.

Su sistema retributivo debe estar en consonancia con su responsabilidad y productividad -determinada con criterios objetivos y realistas- y su permanencia en el puesto de trabajo la garantizará, como cualquier trabajador, su rendimiento, su comportamiento y actitud y el cumplimiento de sus obligaciones explicitadas en la legislación correspondiente.

Por lo tanto ni privilegios ni demonización. Detraer el salario a los empleados públicos mientras el poder político derrocha los impuestos del contribuyente en gastos disparatados, injustificados o improductivos como la Generalitat hace con las embajadas en el extranjero o la Junta de Andalucía en subvenciones y prebendas a amigotes, familiares y correligionarios resulta inmoral y en ocasiones delictivo.

Prestigiar la función pública es otro de los grandes retos a los que se ha de enfrentar el próximo gobierno.

Jorge Hernández Mollar