El 26 de septiembre de 1971, 30.000 personas caminaban desde Trafalgar Square hasta Hyde Park en una manifestación por la renovación moral británica, conocida como Festival de la Luz. Mientras, el Frente de Liberación Gay y otros grupos de 'rebeldes', no antisistema, sino en el corazón del mismísimo sistema imperante, les insultaban y lanzaban bombas fétidas (hoy me temo que le lanzarían objetos más contundentes). Eran los indignados del momento, y Elena Valenciano, la amiga de todos los sufrientes, todavía no nos narcotizaba con su filantropía inmoral.

Poco después, el periodista británico de TV más reconocido, Malcolm Muggeridge (en la imagen), dentro de los actos del mismo festival, intervenía en el Central Hall de Westminster. Un grupo de señoritas disfrazadas de monjas subieron al escenario y se pusieron a bailar un danza obscena para impedirle hablar. No, no eran las Femen, tenían un poco menos de desvergüenza y un poco más de mala leche que las Femen.

Al final, Muggeridge consiguió hablar y pronunció, entre otras cosas, las palabras que encabezan este artículo: "Sin orden moral no hay orden social". Para ser exactos, sus palabras fueron: "En una sociedad sin orden moral es imposible que haya orden de ningún tipo"… ni dignidad de tipo alguno. Una buena enseñanza para los políticos de entonces y para los de ahora.

La vida de Malcolm resulta de lo más interesante, verdadero modelo del  hombre moderno. Se casó con una sobrina del matrimonio Webb, sí, los del socialismo fabiano de Bernard Shaw, en un lúgubre registro civil y dejando claro que no había ningún compromiso entre ambos.

En efecto, ambos tuvieron todas las aventuras extramatrimoniales que pudieron, más que por el gusto del sexo por el gusto de la infidelidad, que es vicio más pegajoso que el carnal y dogma más duro que los del catecismo. Sólo Malcolm descubrió, e igual le ocurrió a su esposa, que la búsqueda de la felicidad en la deslealtad sólo le había traído desolación y angustia. Al final, describía así la felicidad que tanto había buscado y que no había conseguido: "La felicidad es un hermoso y ligero cervatillo. Cuando logras cazarlo se convierte en una pobre presa desesperada y, después de morir, en un hediondo pedazo de carne".

Los dos cónyuges se convirtieron al catolicismo para escándalo de la progresía. Incluso, al final de su vida, dimitió como rector de la Universidad de Edimburgo cuando los estudiantes reclamaron la legalización de la marihuana y de la píldora contraceptiva. Muggeridge resumió, con la experiencia que tenía en la materia, que aquellas reivindicaciones juveniles le recordaban los dos elementos a los que siempre se agarraban los viejos libertinos y babosos: "la droga y la cama".

No sé por qué me da que la vida de Muggeridge es un ejemplo vivo y señero del hombre de ahora mismo y de la sociedad del siglo XXI. Sin orden moral no puede haber orden social ni orden en sentido alguno. Y lo malo es que orden y libertad son complementarios y se necesitan el uno a otro, si falta la una el otro termina en estallido. Si falta el orden, la libertad termina pisoteada.

Eulogio López

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