¿De qué sirve privatizar las 42 grandes empresas estatales si la gente no puede decir lo que piensa? Hablo de China, la tiranía más alabada por la progresía occidental. Los católicos continúan perseguidos, encarcelados, humillados, torturados y puestos bajo sospecha en el país que Wall Street considera el futuro del mundo. No existe libertad de expresión en un régimen de partido único donde no se puede hablar, pero sí comprar y vender. Un país que abre sus fronteras pero no sus instituciones, y que tiene prisioneros a 1.200 millones de seres humanos. Un país que se está imponiendo en el mundo gracias a salarios de hambre, universalizando el empleo precario en el planeta.

Es, en efecto, un país y dos sistemas: ha cogido lo peor del socialismo, un déficit de libertad, y lo peor del capitalismo, un déficit de justicia social. Todo el papanatismo progre se muestra encantado con China, a la que califican como la potencia del siglo XXI. Todos los plutócratas occidentales están deseando negociar con China. Natural: a pesar de su escasísimo poder adquisitivo, 1.200 millones de personas forman un apetecible mercado. Pero ni uno solo se atreve a levantar la voz para denunciar la tortura, las prisiones con juicios-farsa, o el sistema de partido único que reina en China. Se ha permitido a China comerciar con el mundo a cambio de nada. La represión es igual de feroz en Pekín que en Shanghai, mientras el Gobierno ha demostrado en Hong Kong que el liberalismo económico no es más que uno de los muchos elementos que componen el concepto libertad.

Eso por no contar que el Gobierno chino no se está abriendo al mundo porque sí. Simplemente, su postura de abortos masivos, sin duda la mayor masacre del último cuarto del siglo XX, ha generado una de las poblaciones más envejecidas del planeta, a la que el Sistema de provisión chino no pude mantener. Se le acaba el tiempo, la única manera de financiar su envejecida población es que se la financien desde fuera. En ello andan. Y eso que estamos habando de una pensión media (ojo, hablamos de trabajadores públicos y urbanos, que en el campo la cosa es mucho peor: allí la gente sobrevive en la pura miseria y los viejos gracias a los hijos) de unos 75 euros mensuales.

En ningún sitio, como en China, se hacen realidad las palabras del historiador Hilaire Belloc, que considera comunismo y capitalismo dos formas de denominar a la misma barbaridad, entre otras cosas porque sin un mínimo espíritu trascendente no puede existir la libertad. En ese sentido, Bill Clinton aventajaba a George Bush: abortero frivolón como era, el presidente demócrata consideraba que la libertad de comercio debía ir acompañada de libertad religiosa. No es que fuera el más pío de los políticos occidentales, es que sabía que sin libertad religiosa, o sin libertad e expresión, no hay libertad pública de ningún tipo.

La libertad de comprar y vender no basta, incluso el derecho a la propiedad privada, sin duda importantísimo, no basta. Contemplando hoy China, Chesterton hubiera recalcado su famosa frase: ¿qué más me da que todas las tierras del condado pertenezcan al Estado o pertenezcan al Duque de Wellington? En China, la riqueza está pasando del Estado comunista a las mafias creadas por comunistas liberales, amantes del capitalismo abierto. Sinceramente, no sé con cuál me quedo.

Esa es la China que alaban nuestros progres (el martes 21 de junio, el plan chino de privatizaciones se convertía en portada en el diario El País, el más vendido de España). Es lógico, el progresismo es una herejía del socialismo, que ama con igual fruición la muerte y el dinero : la muerte para el pueblo y el dinero para sí mismos. La libertad la aman un poco menos.

Eulogio López