Bajo estas líneas reproducimos el artículo publicado por el escritor y columnista británico Geoffrey Wheatcroft en el diario chileno La tercera. En él se plantea la discusión sobre lo que el autor considera mitos de la II Guerra Mundial.

Respecto a la historia de la Segunda Guerra Mundial, todos hemos creído lo que alguien ha llamado hermosas leyendas nacionales. Algunas de ellas son más obvias que otras. Los franceses sufrieron una derrota catastrófica en 1940 y los compromisos que muchos de ellos hicieron con sus conquistadores variaron desde lo penoso a lo malévolo. Más franceses colaboraron que los que resistieron, y más franceses pelearon por el Eje que por los Aliados. Por eso Charles de Gaulle, consciente y brillantemente, construyó el mito de la Francia Libre y la Resistencia que ayudó a cerrar las heridas y reconstruir el país.

En Estados Unidos, la primera leyenda nacional es que la guerra fue contra la Alemania de Hitler. Pero para los norteamericanos de la época la guerra estaba en el Pacífico, primer y último escenario donde se derramó sangre estadounidense: la guerra era Las arenas de Iwo Jima y no Rescatando al soldado Ryan.

Para mi país, Gran Bretaña, el primer mito es que ganamos la guerra. Es cierto que sólo nosotros, con la Commonwealth y el Imperio, peleamos de principio a fin (1939 a 1945); y es cierto también que nuestra porfiada resistencia entre junio de 1940 y junio de 1941 fue absolutamente crucial. Pero no podíamos derrotar a Hitler solos. Para eso fue necesario que él mismo atrajera su propia ruina invadiendo Rusia y declarando la guerra a EEUU. Aun así, otros fueron los que combatieron. Como dijo Stalin, el viejo monstruo, Inglaterra puso el tiempo, América el dinero y Rusia la sangre.

No sólo demoraron los aliados occidentales casi tres años desde el ataque alemán a Rusia para enfrentar seriamente al Reich en Normandía, sino que en esa fecha la pelea aún estaba al otro lado de Europa. En la campaña occidental murieron unos 110.000 soldados estadounidenses y unos 55.000 británicos y canadienses. Eso parece formidable según los estándares de hoy, hasta que se recuerda que en esos mismos once meses más de medio millón de rusos murieron en el Frente Oriental. Por otro lado, en todas las campañas occidentales contra las tropas francesas, británicas, americanas y de muchas otras tierras murieron 200.000 soldados alemanes, versus cuatro millones en el Frente Oriental.

Detrás de esto hay una verdad sobre la cual todos los historiadores militares están de acuerdo : desde el comienzo hasta el final de esa guerra, siempre que el Ejército británico se enfrentó a la Wehrmacht en igualdad de términos ganaron los alemanes. Y lo mismo vale para los americanos. Por eso los comandantes aliados siempre se cuidaron de tener una gran superioridad de hombres y especialmente de armas antes de enfrentar al enemigo.

Eso no es motivo de vergüenza. Gran Bretaña y los Estados Unidos eran democracias: sus soldados eran ciudadanos de uniforme y no se les podía tratar como a los soldados alemanes o rusos. Ningún soldado británico, y sólo un americano fue ejecutado por cobardía, pero por lo menos 15.000 alemanes fueron ajusticiados por abandono del deber. Y ni hablar de los rusos: a pesar de su innegable heroísmo, sólo en la batalla de Stalingrado 12.000 hombres del Ejército Rojo fueron ejecutados como ejemplo para los demás. Los sobrevivientes, con el estímulo de Stalin, perpetraron el mayor acto de violación masiva contra millones de mujeres en Hungría, Austria y Alemania Oriental.

En Occidente, la buena guerra se vio empañada por la campaña de bombardeo que redujo las ciudades de Alemania a escombros: 600.000 civiles alemanes murieron a causa de los bombardeos aliados. Aunque había que ganar la guerra, no es fácil mirar hacia atrás con orgullo a las veintenas de miles de mujeres y niños incinerados en Hamburgo o Dresden.

Hubo también compromisos morales. Gran Bretaña no entró en guerra para salvar a los judíos del Holocausto, sino para proteger a Polonia, una meta que Churchill, con el estímulo de Roosevelt, abandonó en Yalta. Aun peor fue la repatriación forzada de prisioneros enviados a la muerte en Rusia y Yugoslavia.

¿Fue una noble cruzada, una guerra justa, una buena guerra? La frase misma es dudosa. No hay buena guerra, pero sí guerras necesarias, y ésta ciertamente lo fue.

Geoffrey Wheatcroft