Pasamos de la festividad de la Sagrada Familia a la de la Maternidad Divina de María. Es decir, de la familia a la maternidad, lo que un analista financiero calificaría como dos asuntos 'indiciados'.

Y muy de actualidad, dado que el primer objetivo del feminismo imperante ha consistido en reducir la maternidad, es decir, la natalidad. Con bastante éxito, dado que la baja natalidad se ha convertido en el principal problema de Occidente.

Lo malo de las malas costumbres -como la de cegar las fuentes de la vida o simplemente no tener hijos- es que acaban convirtiéndose en leyes y lo malo de las leyes inicuas es que acaban por convertirse en sentimientos generales, en hábitos.

Por ejemplo, tras décadas de antinatalismo, resulta que ahora la mujer sufre de genofobia. Muchas mujeres, por aversión a la natalidad, han desarrollado aversión a aquello que produce la natalidad: al sexo.

Curioso, pero lógico, que la llamada liberación sexual -que tanto ha perjudicado a la mujer y tanto ha beneficiado a los varones crápulas- haya terminado en una sociedad tan pornográfica como asexuada. Muchas mujeres han desarrollado tanto miedo a quedarse embarazadas que, a pesar de la profusión de tanos anticonceptivos químicos -todos ellos abortivos- prefieren evitar los prolegómenos. Para el progresismo femenino, es decir, para el feminismo, el sexo no es ninguna entrega ni apertura a la vida: es algo repugnante, sobre todo, porque trae vida.

La genofobia corre pareja a la repugnancia por todo aquello que crece, es decir, por la vida, sea humana o cualquiera. La materia viva se desarrolla y muere, fenómeno que evoca decrepitud y mal olor. En otras palabras que muchos -sobre todo muchas confunden la vida con la podredumbre y la procreación con la animalidad y confunden lo orgánico como antihigiénico.

El otro espléndido logro del feminismo, que no es sino una lucha por el poder, ha consistido en enfrentar a media humanidad contra la otra media, batalla que ha perjudicado, principalmente, a la mujer. Dos seres tan distintos como complementarios, hombre y mujer, en lugar de colaborar nos dedicamos a lanzarnos los trastos a la cabeza. Brillante.

Ahora bien, una de las muchas grandezas de la feminidad consiste, precisamente, en un desprecio por el poder, al menos por el poder como capacidad para infligir daño, que suele ser la definición más rigurosa de poder.

En la familia, las feministas consideran que el asunto consiste en que la mujer manda menos y el hombre ha de ceder el poder. De entrada, una comunidad, la única, que se rige por el amor, no puede ser el escenario de una batalla por el poder, ciertamente.

Pero es que, además, es posible que la mujer no pretenda mandar, sino gobernar, que es cosa distinta. Ayer hablaba de la familia, de la mano de Clive Lewis. El mismo autor británico se refiere a este fenómeno con términos políticamente incorrectos: «Creo que incluso una mujer que pretende ser la cabeza de su propia familia no suele admirar el mismo estado de cosas si descubre que está sucediendo en la casa de al lado. Es más fácil que diga: "¡Pobre señor X! No puedo entender cómo puede permitir que esa espantosa mujer le domine de la manera en lo que hace". Debe de haber algo antinatural acerca de la supremacía de las mujeres sobre los maridos porque las mujeres mismas se avergüenzan de ella y desprecian a los maridos a los que dominan».

Y, naturalmente, quien pretende gobernar y no mandar, acaba mandando y gobernando.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com