Hacía mucho que no iba a Las Ventas en San Isidro. Acudo en compañía de un verdadero sabio del arte. Es el estreno de la Fiesta de San Isidro, la más importante de la plaza más importante del mundo.

Lo primero: hay calvas en la plaza. No se han vendido todas las localidades. Y estamos en Madrid, capital del toreo con permiso de Sevilla.

Lo segundo, los diestros han abandonado el capote, utilizado como un instrumento para marear al astado, recién salido de chiqueros con todo su vigor

La suerte de varas también ha sido abandonada. Se procede a situar un muro delante del bicho y el picador se ensaña con aire de matarife aburrido. El público silba pero con la desgana de quien lucha contra un imposible.

Y lo peor, el toro. Los entendidos, como mi acompañante, me aclara que son los diestros, son los diestros-estrella, los Joselito, Enrique Ponce, etc- quienes exigen bravos muy mansos. Y el cliente siempre tiene razón, por lo que ganaderos y gobernantes se dedican a descastar al toro desde su nacimiento.

La Generalitat catalana no terminará con la historia de la Fiesta. La falta de casta sí puede conseguirlo. Porque, miren ustedes, la lidia no consiste sino en un hombre que, armado con un trapo, se enfrenta a una fiera. Pero si no hay fiera, entonces ocurre lo que gritan de vez en cuando, los ya también amansados del famoso Tendido 7 cuando pretenden reírse del torero que les aburre: ¡Qué emoción!         

Eulogio López

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