Caso real, como dicen en las películas. Adolescente madrileña, hija única, 13 años. Su madre quiere separarse de su padre, y la muchacha fue testigo oculto- de una bronca entre sus progenitores. Ve cómo su madre chilla desaforadamente y, a renglón seguido, comienza a golpearse contra la pared, hasta que consigue unos bellos moratones. A renglón seguido coge el teléfono avisa a la policía, que se persona en su casa con elogiable celeridad, detiene a su padre, y se lo lleva, esposado, a una comisaría. El padre pasaría el fin de semana fin de semana del 3 al 4 de marzo- en un bonito calabozo madrileño.

Lo más instructivo : en el mismo centro estaban detenidos, por violencia de género, por lo general tras denuncias de sus esposas, novias o compañeras, unos 60 varones. Sí, han oído bien, sesenta. El interesado reconoce que alguno de los allí presentes, pongamos media docena, tenían todo el aspecto de ser varones efectivamente capaces de haber pegado a su pareja; sobre el resto no lo tenía tan claro. Pero se trata de una opinión personal y totalmente indemostrable. Porque el divorcio fácil ya es un hecho gracias a Zapatero, pero el divorcio sustancioso precisa algo más, y unos buenos réditos económicos bien merecen un moratón, si es caso autoprogramado. Los machistas de ayer decían aquello de que cuando llegue a casa déle una bofetada a su mujer: si usted no sabe por qué ella sí lo sabe. Las feministas de hoy dicen: todo hombre es un maltratador en potencia, que lo he visto en la tele y lo he oído al ministro Caldera. Por tanto, aunque no lo haya hecho, seguro que quería hacerlo.

Se me olvidaba un pequeño detalle: la abogada de la susodicha se llama Cristina Almeida, una vida dedicada a luchar por la liberación de la mujer oprimida. Ni que decir tiene que ni se me ocurre sospechar que la señora Cristina Almeida, ex diputada, aconseje a sus clientes autolesionarse y denunciar a su esposo, del que llevan la causa de divorcio. Seguramente, la señora se daba cabezazos contra la pared motu proprio.

Porque claro, el poder de un político no está en sus competencias, sino en los micrófonos y las cámaras que siempre se colocan delante de él. Y cuando se anima a la mujer a liberarse del yugo de la opresión sufrida desde, pongamos unos 4.000 años, suele suceder que alguna liberada se libera hasta demasiado sobre todo, suele suceder que se reaviva la guerra de sexos y se destruye la familia. Y suele suceder que la ley se convierte en un fraude de ley.

Y es que lo que mantiene la armonía social no es la ley, sino la confianza. Por la misma, los derechos humanos no radican en la ONU, ni en el derecho internacional, sino en la confianza mutua. Y cuando se pierde esa confianza, ninguna ley puede arreglar la fragmentación social que se produce.

Los ejemplos son miles. Así, la educación no es más que la codificación de la justicia, de la misma forma que la afabilidad no es otra cosa que la codificación de la caridad. Respetamos a los demás, y nos dirigimos a ellos con cortesía, o al menos ponderación, no porque lo exijan las normas ciudadanas, sino porque valoramos en mucho su condición de personas. Y ese respeto a la persona es lo que garantiza la armonía y la paz sociales. Garantiza, incluso, el acatamiento de las leyes.

Toda la obsesión del feminismo zapateril consiste en romper esa armonía social, terminar con el respeto a las persona, del varón a la mujer y de la mujer al varón- y hacer coercitivo -por ley- lo que siempre fue fruto de la libérrima decisión personal de respetar al otro.

El Gobierno Zapatero y otros muchos gobiernos- han hecho una ley para que las mujeres más desaprensivas, histéricas o deseosas de llamar la atención, pueden vengarse o satisfacer su megalomanía convirtiéndose en centro de atención de quienes les rodean. No es de extrañar que, a algunas, incluso la letra de la ley se les quede estrecha. Y ya nadie confía en nadie. Salvo en Cristiana Almeida, naturalmente.

Eulogio López