Paseaba por el centro de Tarragona, una ciudad que parece el memorial de la antigua Roma. El centro de Tarraco es eso: una capital sobre una ruina romana, algo que merece mucho respeto.

Entre la Rambla Nueva y la Rambla Vieja, las dos arterias centrales, y paralelas, de la ciudad, transcurre una pequeña calle donde se ubica la iglesia de los carmelitas. Dos chicas, talludita la una, casi adolescente la otra, pasan a mi lado mientras observo el cartelillo que me cuenta el horario de misas y la mayor le dice a su compañera en tono bien audible: Mira éste.

Me vuelvo y contemplo el origen de la voz. Hay mujeres feas y mujeres desagradables. Ninguna fea resulta desagradable por su fisionomía, sino por su expresión. Mira de reojo hacia atrás, hacia el aludido, yo mismo, y empieza a hacer tocamientos a la más joven y más normal-, que se siente un tanto azorada. La pellizca, le insiste para que la bese, a lo que la otra remisa, por rendirse. La inductora lleva un vestido que es un auténtico harapo, pero el sujetador resulta bien visible. Nada nuevo, porque las playas de la Costa Dorada están llena de viejas y jóvenes -más aquéllas que éstas- en top less.

No, no es eso lo que me resulta ligeramente vomitivo, tampoco la repugnancia que le produce a cualquier que aún sin tener mucha conciencia posea algo de estómago, es el espíritu del acoso: contemplo a un ser humano dominando a otro ser, un espectáculo que siempre me ha producido náuseas.

Entre las lesbianas esa dominación aún me resulta más repugnante ya es decir- que entre homosexuales y presiento que más intensa, más inhumana.

Resuenan en mi mente la ecología del cuerpo de Juan Pablo II, cuando advertía que, en la pareja, la mujer no debe estar sometida al hombre ni el hombre a la mujer. Pero su solución, la solución cristiana, no era la prevista, la de que ambos sean independientes. Por el contrario, por mor de ese concepto llamado compromiso, entrega, donación de uno mismo, la ecuación perfecta no es la independencia sino la recíproca sumisión: el varón sólo debe considerarse propiedad de la hembra y ésta propiedad del varón: recíproca sumisión.  

Por otra parte, una de las superioridades de la sexualidad femenina sobre la masculina es que la mujer puede buscar la seducción pero no la dominación. Por eso, la mujer entienden mucho mejor el concepto juanpaulino, que no es otro que el concepto cristiano del amor y el matrimonio.

Al menos, tal ha sido la concepción mayoritaria hasta la llegada de esa grandiosa majadería llamada feminismo.  Recuerdo que fue un catedrático el que, hace ya más de 20 años, me dijo que el feminismo terminaba en lesbianismo. En aquel momento pensé que exageraba. Luego me he convencido de que tenía toda la razón y cada vez veo más tortilleras montando el numerito y,en consecuencia, me convenzo más de que aquéllos polvos trajeron estos lodos.

De la misma forma que la alabada FIV ha sido el objeto de la masacre de embriones humanos, el alabado feminismo ha sido el generador del lesbianismo y, en ambos casos, de nada vale batallar con los efectos sin anular las causas.

El esquema feminista sigue siendo el mismo trayecto: mujer desamorada, mujer degenerada, mujer desquiciada. Supongo que la estación término es el lesbianismo.

Por lo demás: ¡Qué asco!

Eulogio López

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