Sr. Director:
El mismo periódico que hace pocos días informaba sobre la revocación de varias sentencias de violencia de género por parte del juez Del Olmo, argumentando que no podemos presuponer que detrás de cada episodio de maltrato subyace una expresión de dominación machista, y que por tanto no se pueden aplicar agravantes en función del sexo del autor del delito, ni tampoco de la víctima, recogía con timidez un insignificante titular, a una columna y acompañado de escasas quince líneas (un pelín menos y me lo salto), informando sobre el asesinato en Andorra, de un hombre a manos de su mujer, española, que tras asestarle múltiples puñaladas que acabaron con su vida, decidió culminar su faena atiborrándose de medicamentos para irse de viaje con su marido al más allá, aunque el destino quiso que sólo quedaran billetes para el hospital, donde fue custodiada por la policía.

Si como dice nuestro delegado del gobierno para la violencia de género, el orden de los sucesos hubiera sido el inverso, primero habría ocurrido el suicidio y el malogrado marido quizás ahora estaría leyendo este periódico, claro que sin este artículo de opinión. Lo cierto es que al leer la noticia por primera vez, me dije a mí mismo que tenía que ser un error, dado el modus operandi de la presunta asesina, que tanto empeño ha puesto el ministerio de la desigualdad en asociar al cromosoma Y, casi llegué a tomar conciencia de que el redactor había metido la pata. Aunque rápidamente me di cuenta de lo escueta que se presentaba y fue entonces cuando me invadió el impulso de escribir por enésima vez una carta al referido ministerio solicitando que realizara una condena pública de tan horrible crimen. Algo me decía que iba a volver a perder el tiempo, como me  ocurriera dos meses atrás con motivo del apuñalamiento de un hombre en Getafe por parte de su esposa. Tanto la ministra como su delegado recibieron entonces una carta de un servidor invitándoles a ser los primeros representantes institucionales españoles en condenar públicamente un asesinato en el que la víctima era un hombre y la autora del crimen era su esposa. No era la primera vez que obtenía la callada por respuesta, así que abandoné mi estúpida idea y continué con mis vacaciones.

Al día siguiente, el mismo diario informaba del hallazgo del cadáver de un hombre en un piso de Santa Pola. El cuerpo llevaba descomponiéndose desde el mes de marzo, y las investigaciones apuntan claramente a su pareja, una mujer que actualmente se encuentra cumpliendo condena por otro delito. Una vez más, vuelve a resonar el canto fúnebre para los menos muertos, el insultante silencio de todos los ministerios, que acelera el duelo para evitar que alguien pueda darse cuenta de que las mujeres también matan, de que la violencia no tiene cromosomas ni apellidos, y de que un puñado de votos vale más que la vida de cualquier persona, hombre o mujer.

Mientras el duelo transcurre a la velocidad del rayo, sólo un medio de comunicación recoge una noticia de agencias que nos cuenta el via crucis por el que ha pasado un placentino que tras cumplir dieciocho meses en prisión por una denuncia de malos tratos, ha conseguido probar que su esposa mintió. Con este panorama no es de extrañar que las asociaciones de jueces planten cara a un gobierno que les culpa de su propio fracaso, un fracaso del que los mismos jueces alertaron antes de que el parlamento aprobara, en el día de los inocentes (¡qué paradoja!) del año 2004, una ley que ha desenterrado el delito de autor. Menos mal que algunos de estos juristas se han puesto por fin manos a la obra para formalizar una denuncia contra su propio estado, por legislar en contra de los valores constitucionales y de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Crucemos los dedos para que los tribunales internacionales devuelvan a España la igualdad, la presunción de inocencia y la libertad de expresión de los jueces que son expedientados por decir cuatro verdades.

Fernando Basanta Ortega

Presidente de la Federación Andaluza para la Defensa de la Igualdad Efectiva (FADIE)