Tanto las cadenas televisivas como las familias pueden usar inadecuadamente este extraordinario medio de comunicación que tiene como misión formar, informar y entretener.

 

En alguna ocasión, las empresas propietarias, se apartan del bien común al que están llamadas difundiendo valores y modelos de comportamiento degradantes, emitiendo pornografía e imágenes de brutal violencia, inculcando el relativismo moral y el escepticismo religioso; difundiendo mensajes distorsionados o información manipulada sobre los hechos y los problemas de actualidad; transmitiendo publicidad que recurre a los bajos instintos.

También el despilfarro del tiempo dedicado a la televisión es robado al trabajo y a la vida familiar. Hay que evitar la dependencia, casi morbosa, de la pequeña pantalla que, en ocasiones, puede producir efectos negativos sobre la familia aunque los programas televisivos sean indiferentes: puede aislar a sus miembros en sus mundos privados, eliminando las auténticas relaciones interpersonales y dividir, por lo tanto, a la familia.

La pasividad creativa que la televisión genera va, poco a poco, adormeciendo el sentido crítico, de modo especial en el caso de los niños.

Los padres deben prestar especial atención a los programas de televisión que van a visionar sus hijos. Sería deficiente una educación que sólo señalara los peligros, que se basara en una suma de negaciones. Educar consiste en dirigir, encaminar y, aplicado a la formación, perfeccionar y desarrollar las facultades intelectuales y morales.

Los padres deben enseñar a los hijos a ver la televisión, a valorar sus contenidos, dialogar con ellos acerca de los programas y aprovechar para exigirles su propia responsabilidad.

También hay que fomentar en los hijos el gusto por la lectura, el deporte, las manualidades, el conocimiento de la naturaleza y de la historia.

Los padres que hacen un uso regular y prolongado de la televisión como si se tratara de una especie de niñera electrónica, abdican de su deber de principales educadores de sus hijos, afirma Juan Pablo II.

Clemente Ferrer

clementeferrer3@gmail.com