Leía yo la conferencia de ese genio que es el cardenal Paul Poupard, presidente del Consejo Pontificio de la Cultura (fino analista, que diría El País, si no se tratara de un cura), que pronunció en la capital bielorrusa, Minsk, y justo al tiempo me llega un correo de uno de mis nunca bien loados lectores. El remitente me lanza una regañina porque, al parecer, he tachado a cierto personaje de haber secuestrado un medio informativo cristiano. Mi comunicante me dice que la religión es cosa personal y que no se debe de hablar de ello en los medios, por la misma razón que en la Inglaterra victoriana no se hablaba de pantalones delante de una señorita. La religión es algo personal, tan personal que últimamente ni se le nota, oiga. 

Y es que Poupard (www.zenit.org) afirma que el ateísmo decrece a pasos agigantados y que, hoy por hoy, sólo entre el 1% y el 2% de la población se confiesa ateo en Occidente, un verdadero mínimo histórico. Poupard habla del hombre indiferente. Vivir como si Dios no existiera. Y si existe, cuestión en la que tampoco se desea entrar, se ha olvidado de nosotros. Y si existe y está pendiente de la palabra del hombre... entonces, lo de mi remitente: que no está bien visto hablar de religión, no hace intelectual. 

Naturalmente, de cara al foro público, lo más grave del indiferentismo es la cita que Poupard trae a colación y que, por su profundidad y brillantez, pertenece, of course, a Juan Pablo II: Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental correspondientes a las formas políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos. A este propósito, hay que observar que, si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia (Centessimus Annus, No. 46).

Sí, eso es lo más grave, pero, de vez en cuando, conviene acogerse a lo trivial. Porque, vamos a ver, esto de que no se tope uno con ateo serio, con un marxista comme il faut, que se plantea las cuestiones a fondo, sino que se encuentre con amariconados agnósticos, es decir, ignorantes, con indiferentes de medio pelo que reservan para el interior de su conciencia, perdonen, pero es desolador.

Esto de dejar a Dios recluido en el interior de la conciencia me recuerda cierta ocasión en que asistía yo a misa en una perdida aldea de León (no, no era el pueblo de Zapatero), donde aquellos recios montañeses gustaban de cantar a voz en grito, con viril entusiasmo, aquello de yo tengo un gozo en el alma, grande, gozo en el alma, etc, etc.... Pero algo fallaba en la tonada, porque el oficiante, en un momento dado, se vio obligado a precisar, con mucho acto, a fin de no humillar a la concurrencia: Yo diría, hermanos, que la canción habla de gozo en el alma, no de un pozo.

Pozo negro, a fe mía, la de quienes, en lugar de negar a Dios, se dedican a esquivarle, ignorarle o depreciarle, sin reparar en que es mejor ser frío o caliente, porque como no eres ni frío ni caliente, estoy para vomitarte de mi boca.

Para mí que aquello de que cuando vuelva el hijo del hombre, encontrará fe sobre la tierra, no se refería a los ateos, sino a esta elegante discreción que considera indecoroso hablar de Dios. Y es cierto : la verdad tiende a ser ferozmente indecorosa, terrible como un maremoto, implacable, fría como un puñal de hielo o tonante como una erupción volcánica. Por eso, no es posible esconderla en el fondo de la conciencia: te arriesgas a vomitarla. Que es lo que le está ocurriendo a esta sociedad tibia.

Eulogio López