Santos de pantalón corto. Así se titula el libro que acaba de publicar el historiador Javier Paredes.

Sí, se refiere a los niños, que son los únicos a los que les puede sentar bien un pantalón corto, y no a los adultos horteras de nuestras zonas vacacionales.

Son las historias del italiano Domingo Savio, de la chilena Laura Vicuña y de los portugueses videntes de Fátima, los niños Francisco y Jacinta, que Lucía llegó a mayor, a muy mayor.

Mi favorita es la más desconocida: santa Laura Vicuña, una de esas historias con las que podían escribirse series televisivas, siempre que las teleseries ofrecieran algo más que chorradas.

Pero no era esto de lo que quería hablar. De lo que quiero hablar es de un catedrático de Universidad, un historiador especializado en biografías, escritor, probablemente uno de los españoles que más sabe sobre la Revolución Francesa y acerca del pensamiento -o no pensamiento- contemporáneo, decida publicar biografías de niños santos. A eso no nos atrevemos los sesudos articulistas que disertamos sobre asuntos tan sesudos como la crisis financiera y otros asuntos de mucha enjundia. Él, por contra, ha preferido retratar niños santos, quizás porque la sabiduría de los hombres es  necedad ante Dios.

Pero lo que más me ha llamado la atención de ese libro divertido es que el autor no tiene la menor intención de ser creíble. Por ejemplo, para el público de hoy, que una semiadolescente coloque en su cama piedras y astillas parece masoquismo o estupidez. Pero recuerden el dicho alemán: No siempre que un libro no cabe en una cabeza humana la culpa es del libro. En cualquier caso, a Paredes le importa una higa y simplemente cuenta hechos sin preocuparles de agiornarlos ni de situarlos en contexto alguno. Tras las primeras incomprensiones, la verdad siempre termina por imponerse.

Es lo mismo que ocurre con el evangelio: ¿No han reparado en que la Biblia parece haber sido escrita para no ser creída? El hagiógrafo se recrea ante un Cristo que afirma: ¿por qué me llamas bueno, sólo uno es bueno, Dios. A mí me ha costado lustros entender la constante ironía de Cristo, pero el autor no pareció sentir la menor preocupación por la posible negación de su divinidad que acusan dichas palabras.

Y qué me dicen del Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado, antes de vislumbrar que era un salmo recitado o -mucho más importante- antes de que vislumbremos el misterio de la Santísima Trinidad, en verdad tres personas distintas en una única naturaleza.

Cualquier experto en relaciones públicas habría suprimido determinados pasajes del evangelio o hubiera maquillado otros, y todo lo haría en nombre de una mayor credibilidad. El estilo evangélico no tiene nada de retórico pero es que ni se preocupa de ser dialéctico. Si lo piensan bien es lógico: sólo quien busca la verdad siente dudas sobre el camino a elegir, pero quien está seguro de estar en la verdad no se preocupa de ser creíble: no necesita asesores. Santos de pantalón corto está escrito con ese mismo estilo, como diciendo: la santidad, como la verdad, se demuestra por sí sola y no necesita receta para ser comunicada. La santidad de los niños, como la verdad, ocupa en el horizonte un punto equidistante entre la certeza y la evidencia. La santidad, como la verdad, no se demuestra, se muestra; no se razona, se describe. Como hace Javier Paredes: ¡Enhorabuena!

Eulogio López

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