Es cierto que la prensa -los editores, no los periodistas- están corrompidos. No es que se vendan al poder político y económico, es que se han convertido en el verdadero poder, por encima de políticos y millonarios, siendo, como son, millonarios.

Es cierto que el mundo político es corrupto, en cuanto la noción del bien común es considerada hoy tarea de boy scout y sólo el decirlo provoca muchas risas. Es cierto que los grandes del dinero sortean a los reguladores y, en ocasiones, al fisco con singular pericia. Pero, créanme, ninguna corrupción alcanza el altísimo nivel de la de los tribunales durante esta nuestra etapa zapatista, porque el zapatismo no es más que corrupción ideológica, eso que antes llamábamos sectarismo. No es difícil luchar contra quien mete la mano en la caja o contra quien abusa de su poder, entre otras cosas porque son hechos tangibles, que dejan huella, pero contra en la batalla ideológica sectaria, ni se dejan huellas ni se admiten prisioneros. Además, el corrupto está convencido de que las barbaridades que comete las ejecuta por un buen motivo, el triunfo de la causa, e incluso imparte lecciones de moral a espectadores y víctimas. Para el corrupto ideológico, para el sectario, la barbaridad no sólo no es mala, sino que era una palpable necesidad, propia de un personaje tan loable como él mismo. Y la corrupción de la justicia no es material, sino ideológica, preferentemente ideológica.

Dos sucesos de actualidad. La revista Época acaba de denunciar que los espías del CNI contrataron a un delincuente para que forzara una discusión de tráfico con el magistrado del Tribunal Constitucional, Roberto García Calvo. Lo confiesa el propio delincuente y el PP exigió una investigación que probablemente no se hará o no servirá para nada. Se trataba de desprestigiar a un magistrado que se había opuesto al Estatuto catalán y a la ley del homomonio, ambas pendientes de resolución en el TC. Ya el diario Público, matón del Zapatismo se había encargado de construirle una biografía a medida. Ahora, el TC tiene manos libres, y seguramente la vicepresidenta primera del Gobierno, Teresa Fernández de la Vega, no volverá reñir a María Emilia Casas, presidenta del Tribunal Constitucional que, por pura convicción personal, siempre falla a favor de los deseos del Gobierno socialista.

Con esta historia, nadie podría acusar de juicio temerario a quien sospechare sobre la muerte del magistrado.

Y hablando de María Emilia, inmediatamente después, resulta que se descubre una conversación mantenida entre Casas y una abogada, hoy acusada del asesinato de su marido. La conversación la ha publicado El País; la ha resumido -¡qué peligro!- y convertido en una apología y defensa de la presidenta de la PSOE que es de los nuestros. Pero aún así, nos sirve para contemplar la corrupción ideológica, el sectarismo de la presidenta del TC. Puede, como dice el sectario periódico, que Casas no haya cometido delito, pero sí pecado. La corrupción ideológica, en el presente caso, es la que proporciona el virus feminista. A mí, desde luego, no me gustaría ser juzgado por una mujer que, sin escuchar a las dos partes, da por bueno todo lo que le dice la buena señora, y le aconseja dirigirse a las asociaciones feministas, verdadero nido de víboras, responsables de tantas familias y vidas destrozadas.

En la conversación, Casas da por bueno que el juez que le ha retirado la custodia de su hija a la interlocutora es un machista, y por eso otorga pertinaces consejos a la susodicha. Es la justicia feminista que consiste en que la mujer gane -hijos, patrimonio y posición-, porque si es el hombre el favorecido, entonces se trata de machismo rampante.

En resumen, ¿ha metido la mano en la caja doña Emilia? No por cierto. ¿Ha prevaricado? No, por cierto, no comete un delito a sabiendas, y seguramente terminaría su cometido con la satisfacción del deber cumplido, y hoy se sentirá injustamente maltratada y buscando la oportunidad de querellarse -los juristas saben mucho de querellas- contra el ABC, que fue el diario que destapó la noticia.

El corrupto tiene marcha atrás pues, a fin de cuentas, es un ladrón al que le basta con restituir lo robado, pero el corrupto no: jamás enmienda el mal realizado porque está convencido de que está en su derecho, incluso de que merece el aplauso por ello.

Esto es la república zapatista: sectarismo y resentimiento en estado puro. Aquí es donde nos encontramos.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com