¿A quién voto? vuelve a ser la pregunta de muchos católicos que escriben a Hispanidad. De una u otra forma, vienen a argumentar lo mismo : no podemos votar a un zapaterismo con verdadera obsesión cristofóbica. No quieren votar al PSOE, evidentemente, porque un cristiano que vote a Zapatero es algo más tonto que un obrero de derechas, un varón feminista o un cura progre. Pero luego contemplan el comportamiento de muchos políticos del PP, hay que reconocer que sólo la inmensa mayoría, y tampoco perciben nada de cristiano, ni en materia de vida ni en materia de familia ni en materia de justicia social. En materia educativa algo similar: Zapatero quiere terminar, no con la educación privada, sino con la formación religiosa, su gran obsesión, pero Mariano Rajoy sólo quiere proteger a las patronales de la educación y no se atreve con el cheque escolar. En el PP sólo hay complejos y más complejos. Y entre los jóvenes leones del Partido sólo se percibe una obsesión por la unidad de España sin que sean capaces de explicarnos de qué España están hablando.

El panorama para el creyente es, en efecto, desolador. El nunca bien loada Federico Jiménez Losantos, una verdadera losa para la Iglesia en el Foro público y coartada favorita de los comecuras, nos anima a elegir entre el alcalde de Madrid, Ruiz Gallardón y su querida correligionaria, la presidenta de Madrid, Esperanza Aguirre. Es decir que nos invita a escoger entre el repartidor de píldoras postcoitales a niñas de 13 años y entre la mejor cliente (con dinero público, se entiende) de los fabricantes de condones con olor -espero que no sabor-, a fresa, plátano o melocotón. Pues no me quedo con ninguno de los dos.

He preferido dejar pasar unos días desde la Convención del Partido Popular del pasado fin de semana. A la velocidad histérica con la que transita el mundo actual, bastan unas horas para que quede el poso, la esencia, de un acontecimiento de estas características. Pues bien, Gallardón pedía moderación mientras Aguirre animaba a darle leña al mono. Recién terminada la convención, los habitantes de los barrios de Madrid se rebelaron contra los parquímetros de Gallardón con toda razón, dicho sea de paso-, un experto en esquilmar al pueblo por el bien del pueblo. O sea, que estamos hablando de un progresista. De inmediato, Aguirre se uso de parte de los protestantes, por pura solidaridad con su compañero, se entiende.

Pegarse y catalogarse mutuamente lo hacen bien. Pero en una convención no se reparten cargos, sólo ideas, y de éstas andan escasos en el PP de Mariano Rajoy. Gallardón es un líder del PP que sólo gusta en el PSOE. Su problema es que se presenta por el PP, y que la candidatura socialista a La Moncloa ya está ocupada por Zapatero. Como el viejo Pío Cabanillas en las largas noches electorales, Gallardón podría decir aquello de todavía no se quién, pero seguro que hemos ganado. Aguirre es otra cosa, por supuesto. Aguirre sí cuenta con la aquiescencia de todos los votantes de derechas cuyo principal objetivo es chinchar a la izquierda.

Si nos elevamos hasta la Cumbre, nos encontramos con un Aznar y un Rajoy que mantienen similitudes y diferencias. Similitudes. Ambos participan de los mismos complejos ideológicos del centro reformismo, un concepto que ha caído en desuso porque el pitorreo reinante alrededor del mismo alcanzaba las notas más elevadas. Pero son distintos. A José María Aznar le encanta el drama y el enfrentamiento; Rajoy, por el contrario, es más vago que la chaqueta de un guardia, le aburre debatir y es un frívolo, es decir, una persona que se toma en serio lo superficial.

Ahora bien, resulta que esto es lo que hay. No sólo el voto cristiano, sino el de aquellos que creen en algo, en lo que sea, en eso que llaman valores, antes conocidos como ideales, carecen, como diría Durán i Lleida otro personaje para la historia del disparate- de un cauce político en el que canalizar sus convicciones.

Ahora bien, esto no nos debe llevar a votar tapándonos la nariz sino a usar dichos cauces, y romper con el actual sistema de partidos. Dicho de otra forma, urge una regeneración de España. Es el momento propicio, ahora que la necedad del Estatuto catalán y el aprendiz de brujo que gobierna desde Moncloa fuerzan cambios constitucionales. Sólo hay un problema: todo el arco parlamentario, desde el PP a ERC, pasando por el POSE o CIU, se opondrán a ello. Y aún se opondrán los medios informativos tradicionales, de izquierdas o de derechas. Es natural, el Sistema es un oligopolio : se encuentra muy a gusto como está y odia el cambio.

Esa regeneración debe consistir, por lo menos en los siguientes puntos:

1. Acabar con las barreras de entrada al sistema, especialmente con el mínimo de votos para acceder a las instituciones.

2. Listas abiertas en Congreso y Senado

3. Para luchar contra el sistema no sirve el sistema mayoritario, como reclaman quienes están obsesionados con los nacionalismos excluyentes, sino todo lo contrario : acentuar la proporcionalidad del Sistema. ¿Qué eso trae más inestabilidad? Que no nos engañen: la estabilidad es el gran mito, el espantajo que el Sistema enarbola para mantener a la misma casta política que se desarrolla por cooptación- desde la instauración de la democracia en España. Si España contara con un partido bisagra a los defensores de una serie de ideales no nos tendrían tan abandonados y cabreados como nos tiene el binomio PP-PSOE.

4. Acabar con la actual política fiscal, que supone un cheque en blanco al Gobierno, a veces con criterios cuasi confiscatorios. Ningún cambio político más regeneracionista y revolucionario que permitir que el ciudadano decida a dónde van a parar sus impuestos, al menos en un porcentaje aceptable.

5. Fomentar la democracia directa en la medida de lo posible. Por ejemplo, el pitorreo de la iniciativa legislativa popular debe terminar de una vez por todas. El divorcio entre la clase política y el pueblo es ya tan irrefrenable que no exagero si afirmo que corremos el riesgo, no pequeño, de estar adulterando la mismísima democracia.

Como ven, no se trata de medida de fondo, sino de forma. Pero sin esa regeneración del sistema seguiremos haciéndonos la misma pregunta: ¿a quién votar? ¿Al mal menor? El mal menor no existe: siempre es mayor.

En el entretanto, respondiendo a la pregunta inicial ¿A quién votar?- vote según sus convicciones, aunque le parezca un voto perdido. A fin de cuentas, ¿quién ha dicho que el éxito es la prueba de veracidad? Si ni tan siquiera asegura la felicidad.

Eulogio López