Dos sucesos, aunque me temo que el primero tiene más morbo que el segundo. Se llama Cristina Llorente, guapa, estupenda actriz, magnífica bailarina, protagonista de un musical de éxito a pesar de haber sido hecho por cuatro novatos y con cuatro perras: En nombre de la infanta Carlota. Pues bien, la historia es que Nacho Cano, el cantamañanas de Mecano, le ofreció a Llorente uno de los papeles estelar en el musical de mayor éxito de los últimos tiempos en la cartelera madrileña. Hoy no me puedo levantar. Para que nuestros amigos se hagan una idea de la trama, sólo les diré que Luis María Ansón, lo ha definido como la representación de la nueva juventud española, porque follan como locos (no me riñan, no lo he escrito yo, sino el señor académico), que, según Ansón, es el fiel reflejo de la nueva realidad española. Es decir, que la generación joven, el futuro del país, pasa de política pero fornica a lo bestia, lo que presagia un futuro muy edificante, a fuer de académico.

Era una gran oportunidad para Cristina, porque con Cano, y por ejemplo, con Telefónica Movistar como espónsor qué vergüenza, señores de Telefónica Móviles, patrocinar esta inmundicia- se presagiaba el triunfo en el que se ha convertido el musi-basura. Pero leyó el guión y le dijo a Nacho Cano a partir de ahora D. Ignacio- que muchas gracias, pero que ella no montaba el numerito en el escenario ni por todo el oro ni por todo el público- del mundo.

¡¿Podía tolerarse tamaño desdén?! Don Ignacio, que es lo que podríamos llamar un soberbio inconmensurable, inabarcable, macizo, la emprendió con insultos a Cristina hasta despedirse con las siguientes, y supongo que no bienintencionadas palabras. ¿Es que eres una monja? Al parecer, para un hombre tan progresista como don Ignacio, que convierte el escenario en un burdel, la condición de la mujer sólo atiende a la vieja alternativa que planteaban mis paisanos, los asturianos: o puta o monja. Una visión muy progresista de la mujer.

Viene todo esto a cuenta de la Festividad de la Inmaculada Concepción, donde a la gente, especialmente a los jóvenes, se les hablaba de pureza. Un asunto más que necesario en estos momentos, donde hay tantos que tienen la cabeza llena de semen. Es curioso, las mujeres con un mínimo de sensibilidad sienten una cierta aversión a la suciedad -ya se que no hay que confundir higiene y pureza, uno de los equívocos más lamentables del nuevo siglo- pero cuando parecen legión los que tienen la cabeza llena de semen, a lo mejor hay es que la pureza, ni mucho menos las más importantes de las virtudes, pero el lubricante de todas ellas, conviene que salga a escena de nuevo.

El ambiente lascivo en el que vivimos no es producto de un Régimen político. Los artistas, deseosos de lograr su hornacina en el templo de la fama, llegan hasta allí donde la sociedad les permite. Quiero decir que, por hablar de España, la mojigatería no era cosa de la censura franquista. Sin necesidad de censura alguna, el cine de los años sesenta y setenta del pasado siglo no tenía nada que ver con el de las dos últimas décadas o el que se produce hoy, ni en España ni en Hispanoamérica, ni en Europa ni en Estados Unidos. Nada tiene que ver el primer Hitchcock con el último, donde el genio de la intriga se regodeaba en violaciones explícitas como dicen ahora los cursis-. Un Hitchcock que no sufría otra censura sobre su creatividad que la impuesta por el público.

Pero volvamos a lo nuestro : lo que quiero decir es que la pureza ofende al impuro, le pone de muy mala leche. Su mera insistencia, no ya su proselitismo, supone un insulto para el lascivo.

Y es que si el mundo actual huele mal es porque insisto, huele a semen. Un ejemplo : el otro día discutía yo con un buen amigo, ingeniero de profesión, en calidad de fiscal del dogma cristiano. Mi joven amigo, antaño ferviente practicante, planteaba serias barreras para admitir determinadas actitudes de la Iglesia, por lo que me confesaba, cariacontecido- había dejado de practicar. Le dimos vueltas a la infalibilidad pontificia, al origen de la vida, al evolucionismo, al desagradable incidente de la manzana, ya me temía que surgiera el dogma de la Santísima Trinidad, cuando se me encendió la luz (cosa rara en mí, ahora que lo pienso):

-Oye Pedro le contesté- ¿no estarás viviendo con tu novia?

La respuesta fue positiva, y acompañada, por demás, de un torrente de razones que, sin duda, justificaban su posición a los ojos de cualquiera (bueno, de casi cualquiera). Lo cual me molestó, no por la cohabitación, no, sino por haber malgastado mi tiempo y mi no muy amplia capacidad de raciocinio en cuestiones trascendentes, sin duda, pero ajenas a la verdadera razón de su descreimiento, de sus profundas herejías. Su problema no era ni de cabeza ni corazón, era de entrepierna.

O sea, lo de Cristina Llorente y Nacho Cano : que vivir, o al menos recomendar, la pureza, resulta algo inaceptable para muchos: Llorente es una injuria con patas para D. Ignacio. La pureza ofende.

Razón más que suficiente para que Hispanidad promocione desde ahora mismo, víspera de la Inmaculada Concepción de María, la nueva obra de Llorente, Antígona, e invite a todos sus lectores a no perderse su obra que es la mejor manera de que personas de esta categoría puedan afianzarse en el mundo del espectáculo. A comprar la entrada desde ahora mismo, en www.janapro.com.

¡Olé tus narices, Cristina!

Eulogio López