Háganme caso y no se fíen mucho de la altisonancia que exhiben los políticos en los medios, quiero decir, que cualquiera que viva de los medios informativos (o sea, casi toda la población) llegaría a la conclusión de que, por ejemplo, Sus Señorías, los miembros del Congreso de los Diputados, dedican su jornada laboral y sus mejores desvelos a la ley de violencia de género y la defensa de los derechos de los homosexuales.

Al menos, eso podría deducirse de las pascuas y parabienes con las que el jueves 7 se felicitaban todos ellos, tras haber aprobado la Ley de Violencia de Género. Ley que, como ya hemos dicho, no es mala por castigar al hombre por ser hombre, sino por facilitar la venganza de las mujeres e intensificar la actual guerra entre los sexos. En resumen, la Ley de Violencia de Género ampliará la violencia de género, de la misma forma que la ley del divorcio-express aumentará el número de divorcios. La píldora post-coital, presuntamente puesta en marcha para reducir el número de abortos, aumentará el número de abortos, la utilización de embriones humanos para investigaciones científicas, no curará a nadie pero aumentará el número de embriones producto de la fecundación in vitro (esa aberración contemporánea) y el matrimonio gay aumentará el número de gays orgullosos de su propia deformación. Todo muy edificante.

Pero ahora no me interesa ese punto, sino otro paralelo: la mencionada preocupación de nuestros políticos por la mujer maltratada, hasta el punto de que, por decir algo, la vicepresidenta primera del Gobierno, Teresa Fernández de la Vega, parece el padre  Abad encaramada al púlpito de la secta feminista y el ministro de Trabajo, Jesús Caldera, se nos ha metido a moralista. Pues bien, puedo asegurarles que en la práctica esos desvelos no son tales.

¿Saben ustedes cuál es el chiste más escuchado entre Sus Señorías en los pasillos de la Cámara Baja? Ahí va:

¿En que se parece la mujer al parqué? Pues, que te pasas siete años pisándolo y luego lo tienes que acuchillar.

Al final, se cumple lo de Chesterton. Invitado a una velada literaria en casa de una dama sufragista (eran las antiguas feministas que decían muchas menos tonterías que las actuales, sin comparación posible, oiga), la anfitriona le preguntó.

-Dígame, por qué un hombre y una mujer no pueden ser buenos camaradas.

-Pues, mire usted, señora respondió el honorable Gilberto-, porque si yo le tratara como a un camarada, a los dos minutos me echaba usted de su casa.

Y por los pasillos de la Carrera de los Jerónimos, no uno, sino muchos diputados bromean con la cuestión homosexual, la misma que les transforma en plúmbeos declarantes en cuanto se acerca una cámara de televisión: Ya sabes, aquí si se te cae un euro, no te agaches a recogerlo.

Dice el viejo refrán que o se vive como se piensa, o se acaba pensando como se dice, pero el cinismo ha llegado a tal extremo que más bien habría que concluir: No creen lo que dicen, y acaban por no decir lo que piensan. Prisioneros de su propia incoherencia, si ustedes me entienden. Es la nueva hipocresía: el bueno intenta aparentar malo, no vaya a ser que le señalen como algo mucho peor que un canalla, es decir, un antiguo. El bueno se hace malo y el malo continúa siendo malo y, además, escribe los nuevos mandamientos de la ley de Dios y del ordenamiento jurídico positivo.

Este caldo de cultivo opera en medio de la más peligrosa de las guerras contemporáneas: la guerra de sexos (me refiero a la guerra de hombres contra mujeres, sin incluir a homosexuales, bisexuales y transexuales). Una guerra terrible, que sólo se solucionará el día en que cada hombre y cada mujer se consideren personas antes que hombre y mujer. Porque la ética no hace distingos entre sexos. A la moral no le gustan las diferencias. De hecho, las desprecia.

Al final, la nueva hipocresía, de los buenos haciéndose pasar por malos y los malos haciéndose pasar por moralistas, lleva a una situación un tanto pegajosa. O sea, lleva a la retórica de Miss Universo, como los periodistas parlamentarios (ya creo haber dicho en estas pantallas que entre los clubes de periodistas, los parlamentarios son los que tienen más mala uva) han bautizado el famoso discurso de Rodríguez Zapatero en Naciones Unidas acerca de la alianza de civilizaciones. La retórica de Miss Universo alude a los profundos discursos que elaboran las aspirantes a reinas de la belleza, cuando se acercan al micrófono (al micrófono, no a la cámara) y afirman que lo que más les preocupa, remueve y condiciona es la paz en el mundo. Pues eso, la hipocresía de la nueva moral se resume en dos mandamientos: No pegarás a la señora y desearás ardientemente la paz en el mundo. (Las señoras sólo cuentan con un segundo mandamiento, el de la paz, porque, según la nueva ley aprobada el jueves 7 por el Congreso de los Diputados, las señoras nunca ejercen violencia, ni física ni psíquica, sobre los varones. Ya saben, una dama siempre es una dama y un verdadero caballero nunca tiene calor).

Eulogio López