Hay que ir a los orígenes de las cosas. Ejemplo, el orgullo gay, es decir, lo inadmisible: el problema no es tener tendencias homosexuales, el problema es enorgullecerse de relaciones tan antinaturales como las homo. Y si no, contemplen la foto más famosa del Día del Orgullo Gay, celebrado en Madrid, y patrocinado por la alcaldesa Ana Botella con dinero público. Basta esa imagen para que cualquiera que retenga un adarme de sentido común, profiera el orteguiano "No es esto, no es esto". Tenemos el deber, al menos los cristianos, de acoger al homosexual pero también el de condenar la homosexualidad. Porque es mucho lo que está en juego.

Pero vamos al origen de la fiesta del Orgullo. (¿Orgullo ¿De qué): un bar controlado por la mafia, un prostíbulo gay de mala muerte. Se intenta destrozar un automóvil y el dueño llama a la policía. A partir de ahí se incita el enfrentamiento entre homosexuales y fuerzas del orden. Vamos, una rebelión justísima por la libre opción sexual.

Podemos engañarnos todo lo que queramos, pero lo cierto es que la homosexualidad no es sino un defecto masculinidad o de feminidad, dos de los grandes valores de una raza sexuada, condición en la que se integra ese formidable animal racional que es el ser humano. Con la homosexualidad desaparecería la raza humana porque es eso: una degradación.

Pero ojo, sólo existe una degradación sexual: la que separa el sexo de del compromiso y de la procreación. El primero, el compromiso, sólo achacable al hombre, el segundo, a todos los animales irracionales, quienes, por instinto, tienden a la conservación de su especie.

Y esa degradación suele pasar por varias fases, que podríamos resumir en tres: homosexualidad, pederastia, incesto. Casi siempre, con tintes conexos como la zoofilia -la de la foto- o la necrofilia. Ya puestos.

Ya está dicho. A partir de esta línea ya pueden los progres rasgarse las vestiduras. Incluida doña Ana Botella. Y los no progres podemos callar, pero nuestro silencio será culpable.

Eulogio López

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