Por lo general, en materia de defensa de la vida, la realidad no suele divergir de la leyenda mediática, o conjunto de tópicos publicados por los medios: más bien se sitúa justo en el extremo opuesto. Por ejemplo, los bien pensantes, es decir, los nada-pensantes, tienden a imaginarse un poema épico en el que el médico progresista trata de aliviar los sufrimientos del enfermo mientras sus familiares, por lo general fundamentalistas católicos (es sabido que hay legiones de fundamentalistas católicos), se emperran en el encarnizamiento terapéutico, e incordian al galeno en su noble tarea de reducir el dolor del paciente aunque esto le acelere la muerte. Un cuadro trágico, sí señor, donde, si por un casual recupera la consciencia, tiende una mano implorante al médico progresista mientras mira de reojo a sus familiares y promete venganza si llegara a recuperarse.

La realidad es justamente la opuesta. Una familia, o unos allegados, informados por la fe cristiana tratan a toda costa de evitarle sufrimientos al ser querido, y sabedores de que la muerte es el comienzo de una vida mejor tratan de, como diría Pepón, el alcalde comunista del inolvidable Guareschi, preparar su alma para expedirlo al Padre Eterno en las mejores condiciones posibles. El Cristianismo inventó el sacrifico redentor, pero siempre ha repudiado el masoquismo : el masoquismo, especialmente el del culto al cuerpo y el de la tiranía de los regímenes y la salud, es uno de los logros del progresismo modernista.

Recientemente, he vivido uno de esos casos. Un equipo médico agnóstico empeñado en mantener con vida a un paciente terminal que sufría fuertes dolores, mientras la hija del mismo, cristiana y, afortunadamente, médico de profesión, exigiéndoles que les administraran más calmantes de los que prescribía el equipo médico habitual.

Esta es la realidad, pero es muy difícil luchar contra una leyenda mediáticamente instalada. Y si lo piensan, es lógico que así sea. La propia lógica profesional médica lleva a mantener al paciente con vida el mayor tiempo posible, porque, para un médico, una muerte es un fracaso profesional. Es, de hecho, el fracaso profesional.

En pocos asuntos como en el de la eutanasia se confunden más los conceptos y las posturas. Quizás si desde el primer momento hubiéramos hablado de suicido en lugar de eutanasia, y de connivencia en lugar de suicidio asistido, a lo mejor nos habíamos aclarado todos. Pero supongo que ya es demasiado tarde para eso. Además, el imperio de la muerte siempre hace lo mismo : entreabre la puerta para terminar abriéndola de un portazo. Ahora ya no estamos en cumplir los deseos de un alma consciente y sufriente que solicita una delicada inyección de cianuro (muerte, por cierto, dolorosísima, que es la que escogió Ramón Sampedro : es algo parecido a un abrasivo interno, que te corroe las vísceras, detalle que Amenábar olvidó contarnos en Mar adentro), sino en un ser humano libre que toma la decisión en nombre de otro. Hemos pasado al derecho positivo, y ahora es un juez el que decide la muerte de una persona que no puede decidir por sí misma y de un médico que actúa como verdugo. Ni muerte digna ni connivencia: la puerta se ha abierto de golpe y estamos donde querían algunos: en la más pura suplantación, donde el Estado decide sobre la vida y la muerte de seres humanos.

Por ejemplo, el juez George Creer ha decidido que a Terri Schiavo, una mujer norteamericana inconsciente desde hace diez años, hay que quitarle la sonda que le alimenta, con el humanitario objetivo de que se muera de hambre. Es lo que quería su amante esposo, que ya ha rehecho su vida (en estos casos se emplea el verbo rehacer, pero no me pregunten por qué) con otra mujer con la que tiene dos hijos, pero que no se ha divorciado de Terri, probablemente para poder decidir sobre la suerte de su mujer indefensa. En efecto, el amigo Michael solicitó a los jueces que desconectaran a su esposa, porque se trata de un filántropo, y como no cree que pueda recuperarse (es curioso, el agnóstico no cree en la muerte, pero lo más grave es que no cree en la vida), prefiere que la maten. Pero, es lo que tiene la desesperación que suele ser muy cabezona. Uno pensaría que el bueno de Michael ya había tirado todo por la borda y que, en consecuencia, qué le importaba reñir con sus suegros, partidarios de mantener a Terri con vida. Pero no, sí que le importa: sigue decidiendo en nombre de su esposa legal, que no vivencial (presencial, como se dice ahora). Esto recuerda al amantísimo modelo que nos expone Almodóvar en su escarizada Hable con ella: el enfermero que cuida de una Terri de ficción la ama tanto que decide violarla. El juez Greer y el amante esposo Michael no han violado a Terri: sólo a su vida y a su libertad.

Horas antes de que saliera a la calle esta edición, el presidente Bush (que parece despertar en su defensa de la vida, tras una siesta postelectoral) convertía en ley una moción aprobada por el Congreso norteamericano, por 203 votos a favor y 58 en contra, por la que se podrá revisar el Caso Terri Schiavo y permitir que otra instancia judicial impida que Terri se muera de hambre. El País, siempre indulgente, ya calificó esta actitud como el fervor religioso de Bob y Mary Schindler, los padres de Terry. Los hay que aún confían en la justicia humana, así que se abre una puerta a la esperanza... especialmente a la esperanza de luchar contra una sociedad a la que le gusta la muerte. Bueno, no es una cuestión de gustos, dado que le encanta alargar la vida aunque sea a costa de convertir la vida en pura supervivencia. No, hablamos de una sociedad tan aturdida que siente un vértigo maléfico, una perversa atracción hacia la muerte, una inclinación enloquecida a desconectar la máquina de Terri, no vaya a ser que, como ya ha ocurrido en tantos casos anteriores, Terri despierte un buen día y desmienta con los hechos todas las pedantes teorías de la cultura de la muerte.

Eulogio López