Mi artículo sobre el Día -la semana, en breve el mes- del Orgullo gay ha propiciado la correspondiente catarata de insultos.

Pero siempre hay uno que me llama la atención y que, naturalmente, no ha faltado a la cita, tampoco en esta ocasión. Es siempre el mismo y anda sobrado de rabia: Ojalá te salgan tres hijos maricones. Generalmente sólo me desean uno, pero esta vez ha habido quien ha subido el premio al trío.

Y esto es lo que me sorprende. Por mi trato con gays, sé de buena tinta que su principal insulto es justamente ese: ojalá te salga un hijo maricón. Es la coletilla final de un trafago de ideas bastante repetitivas, en las que se cantan las excelencias sobre la homosexualidad, una libre opción sexual tan digna como la heterosexual. Ahora bien, si la condición de homosexual es tan formidable, ¿por qué lo empela como insulto, por qué me maldicen justamente con tan indeseable desideratum?

No hay nada gay en el mundo gay, sino todo lo contrario. La homosexualidad no es en efecto, una enfermedad, aunque provoca muchas y conduce a la madre de todas las patologías, que es la tristeza o depresión. La homosexualidad es una inmoralidad antinatural. Y eso también resulta muy curioso, por cuanto todo el empeño de mis poco afables comunicaciones consiste en resaltar la naturalidad de la sodomía. Esto es la naturalidad de una relación cuya culminación consiste en introducir el pene en un recipiente al que la naturaleza no ha reparado para ello. La heterosexualidad, por contra, sí responde a la fisiología humana -y animal- y es la que proporciona continuidad a las razas, objetivo que, en el caso de la raza humana, resulta bastante deseable.

Todo esto es evidente. Entonces, ¿por qué no se ve? Llegará un tiempo en el que tengamos que demostrar que las hojas son verdes. Parece que ese momento ha llegado.

Si como producto de su degeneración no tuvieran tan mala uva, si no hicieran realidad con sus escritos aquella definición de homosexual -un señor que tiene la fuerza de un hombre y la mala uva de una mujer- y si no practicaran el victimismo más exagerado (verbigracia, la de que los homosexuales son perseguidos en familias y escuelas), girando siempre alrededor de la mentiras más reiteradas sentiría una tremenda lástima por estos pobres seres incapaces de disfrutar del amor.

¿Por qué digo todo esto? Para mí sería mucho más cómodo ignorar la propaganda homosexual y dedicarme a la justicia que, dicho sea de paso, me parece una dialéctica mucho más interesante y jugosa. Pues muy sencillo: porque no estoy dispuesto a permitir la degradación de una sociedad que se empeña en dar patente de normalidad, de norma, a lo frecuente, a lo que no lo es, por la sola razón de ser más vocinglera. El líder radial italiano, Marco Panella, aseguraba que el mundo empezó a degradarse cuando dos viajeros coincidieron en un departamento de un tren. El uno dijo una solemne bobada y el otro, por no contradecirle, le dio la razón y siguió leyendo el libro que tenía abierto. Lo políticamente correcto impera porque nadie levanta la voz para señalar que el emperador está desnudo. Por eso, un día al año -el día del Orgullo Gay, por ejemplo- elevo mi modesta voz para gritar que sí, que por mucho que se empeñen, el emperador camina en cueros y que está haciendo el más soberano de los ridículos.

Y ese silencio doloso provoca la fatiga colectiva, la única enfermedad de la que no se recuperan los pueblos.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com