Cuando George Bush padre dijo aquello de "leed mis labios: no subiré los impuestos", todos sabían que mentía. Entre otras cosas, porque la frase se quedaba corta, e incluso un punto vulgar. El reto de mejorar tan "grossen chorraden" quedó en el aire, pero ha sido recogido de inmediato por la futura Reina de España, doña Letizia Ortiz Rocasolano. En la tarde del lunes 10, se dirigía a Jaime Peñafiel y le decía: "Mírame a los ojos, ¿tú crees que estoy triste?". ¡Impactante, electrizante! Una prueba más de la virtud que adorna a la futura reina: su inconmensurable humildad.

 

La generación Letizia, que no la generación de SAR Felipe de Borbón, tiene unos tintes muy claros, además de la mencionada modestia de quien lidera el movimiento. Letizia ha dejado atrás a George Bush y supondrá para la Monarquía española mucho más que Lady Diana Spencer para la dinastía británica. Estoy convencido. Pero una generación no surge porque sí, no señor. Sus notas características se van acrisolando a través del tiempo. Por ejemplo, a la generación Letizia le encontramos ya preñada en el revolucionario cambio experimentado el notariado español. Vamos con ello.

 

El órgano oficial del notariado español es la revista Escritura Pública. Sé que ustedes, gente soez y malpensada, creerán que los notarios son gente encorvada por el peso de los años y del fuero, que aún permanecen en la caverna más culturicida (lo de "culturicida" pertenece al intelectual vanguardista, y en sus ratos libres líder del PSOE madrileño, Rafael Simancas). Pero no. Muy al contrario, desde que el nunca bien loado José Aristónico García Sánchez se hiciera con las riendas en el Consejo General del Notariado (y se convirtiera en director de su órgano oficial), un aire fresco, un espíritu desenfadado, juvenil y progresista, de raigambre ciudadana y espíritu reformador, se ha apoderado de la rancia y casposa Escritura Pública y casi me atrevería a decir que el del conjunto de esa gran familia que forman los notarios, ahora emparentados con la otra familia, la Familia Real, como veremos a continuación.

 

Hasta ahora dos son las batallas que el sin par Aristónico ha planteado en este páramo cultural en que ocho años de Gobierno conservador han sumido a España. Por una parte, el deseo de salvaguardar el monopolio de la fe pública para los notarios. No había en ello, pueden creerlo, ningún afán crematístico, algo totalmente ajeno al notariado. Por el contrario, se trataba de asegurar el monopolio notarial sobre la firma de las transacciones, especialmente de las transacciones mobiliarias, que podrían caer en manos de la rapiña de los intermediarios financieros, unos personajes que confunden el Quijote con alguna divisa tercermundista. No, lo que los notarios pretendían no era tampoco conservar un atávico privilegio, sino, muy al contrario, servir a la sociedad con su rigor acostumbrado, rayano en la fatiga crónica.

 

Pero Aristónico no podría terminar ahí sus días. De repente, de la vetusta, ahora modernizada, casa llega otra iniciativa de hondo calado: modificar de forma fehaciente el derecho de sucesión en un sentido profundamente liberal y renovador: que el rico teste en quien le salga de los testes. No es que se expresara así, ciertamente, pero un punto de casticismo es acorde con el ideal reformista al que nos referimos.

 

De una vez por todas debían caer las viejas máximas del caduco sistema continental, según el cual hijos (y parienta) tienen unos derechos que ni tan siquiera el propietario puede arrebatarles. Derecho norteamericano puro, más bien californiano, en el que cada cual hace de su patrimonio lo que le peta: sin ir más lejos, cedérselo a esa última esposa, el último grito de la primavera, la treinteañera que matrimonió (por puro amor, obviemos desagradables juicios de valor) con el setentón amante de la vida y dispuesto a dar batallas, en todos los campos, hasta el último aliento. Y si para dar guerra necesita desheredar a sus vástagos, pues a por ello.

 

Pero Aristónico no podía detenerse ahí, no señor. Su espíritu progresista le impelía a más grandes aventuras. Por ejemplo, le impelía a, ¡Chan-ta-ta-chan!, lanzar un alegato en pro del matrimonio homosexual. Escritura Pública se convirtió, entonces, en ¡portada de El País! La consagración definitiva, el acabóse. Y muy filantrópico, dado que el notariado oficial explicaba, desde Escritura Pública, lo mucho que sufrían los miembros del gremio cuando una pareja de gays o lesbianas les suplicaba que dieran fe pública de su fortísima tendencia al matrimonio. Pero los notarios contemplaban esa desesperación sin poder tender una mano amiga con la que ayudar a los desconsolados novios (ambos novios, quiero decir).

 

Tampoco aquí habría interés pecuniario alguno. Un humanista como Aristónico no hace ascos al vil metal, pero le mueven motivos más nobles y elevados. Y así llegamos al primer número de Escritura Pública posterior al 14-M. Con grandes vítores, nuestro notariado saluda la llegada de su patrón, el ministro de Justicia, y notario mayor del reino, don Juan Fernando López Aguilar. Impresionante currículum el suyo, casi currícula, para dejar bien claro que la derecha no sólo ha perdido las elecciones, sino también los mejores expedientes académicos. Nada se dijo cuando otro historial mareante, el de José María Michavila, ascendió a igual cargo, pero indagar en esas lamentables comparaciones revela un espíritu capcioso en el que nadie debe caer.

 

Pero a dicho número posterior al 14-M le faltaba algo. Porque hasta ahora nos hemos ceñido a Aristónico, director de Escritura Pública y eximio representante de tan egregio colectivo. Nos falta la redactora jefe de la precitada publicación oficial: doña Ana Togores. Por eso, junto al agradecido homenaje al nuevo ministro socialista, nuestro colectivo añadía, una "felicitación entrañable". Ahí va: "A los pocos días de que salga a la calle este número de Escritura Pública tendrá lugar la boda entre don Felipe de Borbón y Grecia, Príncipe de Asturias, y doña Letizia Ortiz Rocasolano. El Comité de Redacción y todos los colaboradores de Escritura Pública mandan desde aquí el más sincero deseo de felicidad a los desposados y dan una enhorabuena alborozada al padre de la futura Princesa de Asturias y colaborador habitual de esta revista, Jesús Ortiz, y a su esposa, Ana Togores, nuestra querida redactora-jefe".

 

Y creo que no hay nada más que decir.

 

Eulogio López