De miedo me lo he pasado leyendo la crónica de la Agencia Zenit acerca del enfoque que Benedicto XVI le ha dado a la actual crisis financiera, que ya es mundial y, como diría un pedante, hasta global.

Si se tratara de un estudio de Deloitte deberíamos concluir que, según Su Santidad, el verdadero fondo de comercio de cuyo valor no podemos dudar, el único que no se deprecia, es la palabra de Dios. Los flujos financieros que mueven los mercados bursátiles son tan exuberantes como volubles, tan enormes como débiles: Lo vemos ahora en la caída de los grandes bancos: este dinero desaparece, no es nada. Y así con todas estas cosas, que parecen la verdadera realidad con la que contar, y que son realidades de segundo orden. Es decir, meros intangibles que hoy parecen inalcanzables y mañana nadie los quiere: como los bonos titulizados de Lehman Brothers.

Pero hay algo más en el discurso papal, algo que enlaza con aquella convicción de tantos economistas convencidos de que la economía no es más que psicología o que las cosas valen lo que alguien está dispuesto a pagar por ellas (por lo general, lo que está pensando quien tal cosa firma es que las cosas valen lo que algún loco está dispuesto a pagar por ellas). En cualquier caso, la ampulosa seriedad de los banqueros de inversión se viene abajo cuando nos damos cuenta de que lo que parecía seguro como el cemento es, en realidad, una ciénaga viscosa: Debemos cambiar nuestra idea de que la materia, las cosas sólidas, que tocamos, sean la realidad más sólida, más segura.

El dinero, viene a decir el Papa, es válido sólo cuando se transforma en bien común, en cuanto se pone al servicio de los demás, especialmente de los más débiles. No por casualidad, el bien común es uno de los valores no negociables definidos por Benedicto XVI para la actuación del cristiano en política. Por sí mismo, el dinero no es nada, y lo que es peor, no dura. Con sus palabras, el Papa contradice el principal mandamiento de un buen financiero: que sus activos se revaloricen más que la inflación, es decir que el dinero genera más dinero de forma permanente, que deje de ser un medio para convertirse en un fin.

Y así, un principio innegociable del cristiano en política, el bien común, precisamente el principio que parecía más interpretable, adquiere un significado inequívoco con la actual crisis, debida a la especulación, porque, ¿qué es la especulación?: pues la técnica y el trabajo de quien quiere que su dinero se multiplique sin producir un bien ni prestar un servicio, u ofreciendo tan sólo liquidez, que es el servicio económico más colateral de todos, a menudo desconectado de la economía real y, con ella, desconectado del bien común o atentando contra ese bien común.

Dicho de otra forma, si hay algo vaporoso en esta vida es el dinero utilizado como un fin en sí mismo, es decir, las bolsas. Sólo que no nos damos cuenta hasta que llega una crisis. A fin de cuentas, con los hombres grises de Momo el especulador no produce nada y sólo vende tiempo.

No se engañen: el Papa tiene razón: la palabra es lo real. Los mercados financieros son virtuales, en cuanto le das al off desaparecen, y con ello, todos tus ahorros.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com