Lutero (en la imagen) ha pasado a la historia como el protagonista del primer gran cisma de la edad moderna. El balance de sus 95 proposiciones sobre la doctrina de las indulgencias, mezcladas con reproches sobre la autoridad eclesiástica, terminó, como quien dice, como el rosario de la aurora.

La rebeldía del monje agustino se saldó con una dolorosa ruptura que también partió la unidad religiosa de Europa.

Pero una de las consecuencias más nefastas de Lutero, la que nos pesa todavía hoy y de qué modo, fue el subjetivismo al interpretar el Evangelio al defender lo que se llamó 'libre examen'. Ese dardo fue letal para negar el Magisterio de la Iglesia (del Papa y los obispos) en lo que le dio la gana, para reinterpretar sacramentos o eliminarlos, directamente. De hecho sólo dejó dos en pie, el bautismo y la eucaristía, y el resto   -la confesión o el matrimonio, por ejemplo- fueron pulverizados.

La fractura de la reforma protestante fue doble al dar alas al subjetivismo: moral y también intelectual
En el orden religioso, el subjetivismo luterano fue aplicado inmediatamente por otros para provocar nuevas escisiones. Como la verdad ya no existía, porque dependía de una interpretación personal a la que el fraile había dado alas, pronto llegaron los anabaptistas, que predicaban un nuevo bautismo; Calvino, que desarrolló su propia doctrina sobre la predestinación; Zwinglio, que se zampó las imágenes, el celibato sacerdotal o el sacramento de la eucaristía; Enrique VIII, que al no obtener la anulación de su matrimonio con Catalina de Aragón, siguió la reforma de Lutero y proclamó la Iglesia de Inglaterra; o Juan Knox, el sacerdote católico escocés que fundó la iglesia presbiteriana de Escocia seducido por la mismas ideas reformistas.

Pero el eco de Lutero -insisto, en su dardo contra la verdad del orden natural o sobrenatural-, siguió en el terreno intelectual. En sus raíces se nutrió el racionalismo moderno para poner en cuestión todo lo que no le gustaba de la realidad. La historia de la filosofía moderna y contemporánea es una constante crítica de la crítica anterior, que a su ver será criticada por el siguiente. La razón es muy sencilla: la verdad sobre Dios, el hombre o la naturaleza ya no existen.

La constatación de esa crisis tiene un itinerario muy claro que empieza en Descartes y se prolonga en Espinosa, Locke, Leibniz, Kant, Hegel, Marx o Nietzsche, del siglo XV a la actualidad.

El gran problema de la civilización europea actual es que ya no cree en nada, después de siglos de relativismo -primero moral, y luego intelectual, o primero intelectual y luego moral-. ¡Cómo explicar a estas alturas que es falso el planteamiento de ese dicho: 'nada es verdad, nada es mentira: todo depende del color con el que se mira'! Ni Antonio Machado es escuchado, cuando da los más brillantes argumentos para lo contrario: "¿Tú verdad No, la verdad, y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela".

La verdad quedó quebrada con la reforma que inició Lutero. El resto lo ha hecho la condición humana, con una capacidad, tan sorprendente como enorme, para justificar cualquier atrocidad que se le ponga por delante, porque siempre encuentra razones para ensalzar su propia debilidad.

Ahora está en debate el papel que juega la misericordia, magnífica venga de donde venga, sobre todo si es de Dios, pero el encanto de sus aportaciones tampoco debería chocar con la verdad sobre el hombre y su condición. El norte y el sur, el este y el oeste, por mucho que nos empeñemos en lo contrario, seguirán estando en el punto cardinal que les corresponde. Intentar cambiar ese orden tiene un límite: el de la verdad. La misericordia no se entiende sin la justicia. Pero la fuerza de las dos virtudes se mide sobre todo por su adecuación a la verdad, que es mucho más que una virtud; es el concepto que marca la frontera, también desde los puntos de vista ético o intelectual, entre lo bueno y lo malo, entre lo que nos degrada o nos enriquece como personas.

El error no está en actuar mal -todo es susceptible del perdón o de la enmienda-, sino en convertir una actitud éticamente equivocada en un modelo de conducta para justificar el error. Para que me entiendan, una conducta infiel no da carta de naturaleza a la infidelidad. Los comportamientos son diversos y la verdad, una, y es a ella a la que se pliegan los principios para ser verdaderos (no falsos y aunque cuesten).

Es una tentación demasiado fácil. Es mucho más acertado -y edificante, desde luego-, saber distinguir lo bueno de lo malo y no decir que lo bueno es malo, o lo malo, bueno. Ese giro es arriesgado y perverso, por una razón esencial: la verdad, esa aspiración tan legítima, no cambia: es un imperativo de la realidad. La ponderación a la hora de juzgar también es importante porque, como decía Julián Marías, "la verdad está en los matices", pero nunca para disimular la verdad, sino para encontrarla y actuar en consecuencia. Además, no lo olviden, la verdad nos hace libres, no muñecos de trato de la última inconsistencia, moda o tontería.

Mariano Tomás

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