• "En el hotel Blanca de Navarra, situado casi enfrente de la clínica de la Universidad de Navarra, me lo encontré en el ascensor; le pregunté: '¿Qué se puede hacer, presidente'; y él me dio la respuesta del arma que él utilizaba: 'rezar, rezar'", cuenta el periodista para Hispanidad.
  • Iriarte recoge unas palabras de Adolfo Suárez -'siempre es bueno pedir perdón y perdonar'- que "serían, a mi juicio, las más definitorias de una vida como la del personaje irrepetible que nos acaba de dejar". 
El veterano periodista y escritor José Joaquín Iriarte ha escrito para Hispanidad una semblanza del fallecido ex presidente del Gobierno Adolfo Suárez, al que conoció personalmente. Iriarte, que ha publicado dos novelas -'El árbol del paraíso' y 'Comando Wagner'- fue un referente informativo de primer orden -en la Cadena SER y la COPE- durante la Transición. Recogemos a continuación el artículo:

Con motivo del fallecimiento de Adolfo Suárez, los medios informativos han transmitido una serie de especiales en los que se recogen las impresiones de los políticos que conocieron al ex presidente en la fila de los suyos o de sus adversarios. Es la hora de las alabanzas, un hábito común cuando algún personaje desaparece.

En el cúmulo de valoraciones sobre el difunto, todos se refieren a los aspectos políticos y a los de su enfermedad. Ahí, solo ahí, en esos ámbitos de su actividad política y de la adversidad del olvido, se ciñe el análisis sobre un hombre de bien cuya existencia en la tierra acabó con la sonrisa en los labios. Entre los elegidos para participar en las improvisadas tertulias, apareció la voz del cardenal Cañizares, que, como es sabido, fue amigo y confesor del difunto. El prelado dijo nada más empezar su intervención que de Adolfo Suárez no se había tratado un rasgo de su biografía fundamental: que fue un hombre de fe.

Y lo fue, y este es un aspecto hondo y más definitorio que cualquier otro relacionado con su etapa de presidente del Gobierno, de político ambicioso y coleccionista de adversarios.

Lo recuerdo en 1991, en Pamplona, en esa faceta de la que hablo. En la Clínica Universitaria de la capital Navarra trataban a su hija Mariam, enferma de cáncer y que más tarde murió. Adolfo Suárez vivió aquellos días con la angustia propia de un padre. Lo vi una mañana, solo en el oratorio de la clínica, de rodillas, rezando… Con la cabeza inclinada, flanqueada por las manos que la sostenían. Era la estampa de un hombre, acostumbrado a los halagos y al favor del público, desamparado, necesitado y que acude a quien puede dar fuerzas, coraje, valor y paz.

En el hotel Blanca de Navarra, situado casi enfrente de la clínica, me lo encontré en el ascensor. Le pregunté: "¿Qué se puede hacer, presidente". Y él me dio la respuesta del arma que él utilizaba: "Rezar, rezar". Me lo dijo con la misma rotundidad que empleaba cuando en el ejercicio de su cargo debía imprimir seguridad a sus decisiones.

Los orígenes de Adolfo Suárez, cuando en Cebreros, su pueblo natal, soñaba con su futuro, fueron de acentuado carácter cristiano. Estaba al frente de la Acción Católica, nunca en su vida renunció a aquellos principios y siempre hizo profesión de fe cuando fue necesario.

Lo demás (su picardía para ganarse la confianza del Rey, su confesada satisfacción de ser elegido por el monarca en la terna que le presentó el Consejo del Reino, los aplausos que le tributaron con motivo de sus gestos audaces y su política posibilista de cambiar un régimen periclitado, las deslealtades y los insultos que le propinaron, la pérdida de la confianza regia, las decepciones y amarguras, la soledad de quien pierde el poder…), todo eso importa relativamente. Lo que me parece esencial en la vida de Adolfo Suárez es su hombría de bien.

Fue un hombre bueno. Como decía Machado, "en el buen sentido de la palabra bueno".

Cuando dejó la política se dio cuenta de que había tenido abandonada a la familia. Y a partir de entonces se empeñó en resarcir la dedicación prioritaria que le exigía su corazón.

No llegó tarde a enmendar el error porque nunca es demasiado tarde para poner en orden las prioridades. Y a su familia consagró el resto de su vida con aquel carácter seductor y cordialísimo que tenía.

Luego vino el fantasma del olvido. La misteriosa enfermedad que nubla la memoria y convierte los recuerdos en realidades presentes.

Lo contó su hijo mayor, Adolfo Suárez Illana. Un día le llevó a casa al citado cardenal Cañizares. "Ha venido para que te confieses si quieres", le dijo su primogénito al patriarca. La respuesta del hombre de bien no se hizo esperar. Envuelto en la enfermedad de la consciencia, le respondió, más o menos: "Siempre es bueno pedir perdón y perdonar".

No creo que sean esas palabras el epitafio que figure en su tumba. Pero serían, a mi juicio, las más definitorias de una vida como la del personaje irrepetible que nos acaba de dejar
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José Joaquín Iriarte