Es costumbre que los presidentes norteamericanos abran unas negociaciones de paz entre israelíes y palestinos, y también es costumbre que dichas conversaciones no lleguen a acuerdo alguno.

El problema árabe-israelí se entiende perfectamente con el caso de la guardería de las religiosas combonianas de la que habla Zenit, cortada por el muro de contención israelí.

De cualquier forma, siempre que se habla de la paz entre judíos y palestinos, además del sinnúmero de dificultades existentes, se olvida la principal de todas, la que queda para el final, aunque las partes en litigio sitúen al comienzo, en calidad de condición no negociable: Jerusalén. Los palestinos, y no los radicales de Hamas sino los moderados de Cisjordania, exigen la mitad de la ciudad, anterior a la guerra de 1967, en las que los hebreos, a las órdenes de Moshé Dayán, tomaron Jerusalén este. Los hebreos responden que Jerusalén es la capital eterna de Israel. Y ahí se rompe toda posible paz duradera.

Y eso que cuando Estados Unidos convoca, lo único que no se le ocurre es pensar que Jerusalén no es la ciudad de dos credos y de dos comunidades, sino de tres El Vaticano lleva desde 1948 pidiendo una Jerusalén abierta, bajo control de la comunidad internacional y donde combinen las tres religiones: cristianos, judíos y musulmanes. Porque del conflicto entre los dos últimos los más perjudicados, y de ahí la continua reducción de su población, son los cristianos.

Eulogio López

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