Es muy posible que ustedes no conozcan al tercero de los tres personajes. Por esta vez, les disculpo. A fin de cuentas, ustedes no tienen por qué saber que José Lucea Carreras era un tallista en madera, especializados en la escultura de escudos heráldicos.

Un tipo sin estudios ni formación académica o artística alguna, autodidacta pues, cuyas obras cuelgan en domicilios privados y sirven para orgullo de sus propietarios y para satisfacción del artista. Y digo era porque Pepe era mi amigo y dio ayer, en la llamada Casa Grande de Zaragoza, una lección acerca de cómo vivir la propia muerte, animando a los desanimados, que eran sus deudos y amigos, los que nos quedamos.

¿En qué se parecen el Poverello de Asís, creador de una espiritualidad que tanto atrae a tantos desde hace siglos, el enorme periodista británico y mi amigo Pepe, natural de Valencia y afincado en Aragón? Podríamos decir que en la alegría de vivir y no nos equivocaríamos pero, ¿cuál era su secreto, donde radicaba el porqué de esa alegría?

El más gordo y enorme de estos tres tenores, Chesterton hubiese respondido así: La primera forma de pensamiento es el agradecimiento.

Los tres eran personajes permanentemente maravillados por el hecho de que se les hubiera otorgado la existencia. Nadie nos pide permiso para venir al mundo, ni para venir en este o aquel rincón del planeta, ni para ser hijo de Jacinto y María, en lugar de vástago de Fidel y Raquel. No está en nuestra mano decidir ni nuestra naturaleza ni de nuestra identidad, no podemos dar razón de nuestra existencia.

Todo el sinsentido y la melancolía modernos tienen su raíz en la soberbia de creer que lo relevante es lo que nosotros decidimos, cuando lo que realmente importa es lo que somos. El hombre no puede dar razón de su existencia, pero la existencia que le han regalado es maravillosa. El resultado de esa ecuación es la gratitud. Francisco, Gilberto y José eran tipos agradecidos. Por eso, más allá de su cultura, de su preparación intelectual, de las diferentes épocas que les tocó vivir, tenían ese algo en común: el amor a la vida, al buen vino, la concepción de la vida como lo más opuesto a la mera supervivencia y la confianza, razonada o no, en que, por encima de los sinsabores del mundo, alguien, más allá del mundo, complementa nuestra debilidad. De otra forma, ¿para qué se habría tomado la molestia de crearnos? Y, desde luego, no nos pidió permiso. Créanme: los que aman la vida no temen a la muerte porque creen, saben o intuyen que se abre la puerta a la segunda parte del partido, que es la más interesante.

Unas 20 horas antes de su muerte, José Lucea me comunicaba, usando el plural mayestático reservado a Papas y Reyes pero usurpado por todos los cachondos que en el mundo han sido, lo siguiente: Nos han ingresado. Poco tiempo y dinero le ha costado Pepe a la Seguridad Social. Y una hora antes de su muerte, José Lucea prohibía las caras tristes entre los suyos y les convocaba para los regalos del día de San Valentín (como he sido testigo de su chestertoniana picardía, estoy seguro que agregó, para sus adentros: si es que queda alguno por aquí). Sabía perfectamente que se moría pero no tenía tiempo para desesperarse, ocupado como estaba en agradecer lo que se le había dado y presumir lo que se le iba a dar.

Pepe estará tomando vinos -buenos vinos, a fe mía- en el más allá, probablemente con Chesterton, quien, como buen inglés, amaba la cerveza, sí, pero mucho más el néctar salido de la vida, porque la uva es alimento de hombres, la cebada de bestias. Y los tres, Francisco, Gilberto y José, eran muy humanos. Su secreto, la gratitud por la vida.

Eulogio López

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