Aunque todo juicio viene condicionado por el efecto del 11-M, lo cierto es que los resultados de las elecciones del 11-M nos dicen algo: España es progre. En efecto, no ha ganado la izquierda, sino una amalgama de progresismo y de nacionalismos más o menos independentistas. Se hunde Izquierda Unida (más izquierda clásica) en beneficio del PSOE, se hunde el nacionalismo catalán de CiU, de raíces democristianas, mientras crecen los republicanos independentistas de ERC, que dirigen toda una ofensiva en Cataluña contra la educación cristiana. Triunfa el PNV, los mejores resultados de su historia, un partido cuyo origen no es el progresismo, pero que últimamente se ha decantado por él. Otros partidos con representación parlamentaria son el Bloque Nacionalista Galego (quizás lo más de izquierda que haya en toda la Cámara), Coalición Canaria, el voto útil más útil del hemisferio, capaces de cambiar de ideología por un nuevo aeropuerto en Gran Canaria, la romántica Chunta Aragonesista, Eusko Alkartasuna o Na-Bai. En definitiva, progresismo y nacionalismo en atribulada mezcolanza.

Por ejemplo, el principio de la vida humana no la defiende nadie en todo el arco parlamentario, y los partidos extraparlamentarios han quedado fuera de juego por la polarización producida en el voto tras el 11-M.

Un detalle: los empresarios han recibido con extraordinaria tranquilidad el vuelco electoral... salvo aquellos cuyo cargo puede depender de la nueva Administración, se entiende.