(Mateo 25, 31-46)

Aquel amanecer me desperté, extendí mi mano hacia el teléfono móvil y sólo encontré arena pringosa. Un suceso tan extraordinario como la ausencia del teléfono móvil o incluso la presencia de un lecho de arena al pie de mi cama debería haberme hecho reflexionar, pues soy tan esclavo de la rutina como cualquier otro. La oscuridad resultaba opresiva. Busqué a tientas el interruptor de la luz pero sólo palpé aire.

Pero no podía reflexionar. Me sentía tan aturdido como el resto de la humanidad. No podía ver al resto de la humanidad pero sabía que estaba allí, notaba el fragor de millones de alientos, oía, olía y palpaba, pero nada veía. Enseguida sabes lo que les ocurre a tus hermanos de especie: lo mismo que a ti. Y entonces llegó el alba. La luz del amanecer filtró el aire y comencé a confirmar todo lo presentido. Entonces recordé los extraños sucesos del día anterior. A lo largo de un minuto, durante el último crepúsculo, el firmamento dibujó un cruz en el horizonte, en tonos granas y negros, una cruz tan evidente que muchos tuvieron que hacer un gran esfuerzo para buscar una explicación racional para negar la evidencia. Pero el fenómeno desapareció y pudimos volver a ocultarnos tras la falaz  apariencia del sueño.

Luego vino el despertar y cuando logré ser consciente de mis actos y responder a la eterna pregunta -¿dónde estoy?-, reparé en que el ambiente estaba marcado por un ruido monocorde. Fui dándome cuenta de lo que ocurría. Me encontraba en el mayor escenario que jamás hubiera contemplado. Una enorme franja de playa flanqueada a ambos lados por dos paredes de agua. Millones de seres humanos pisábamos la arena y todos observábamos con temor las dos columnas de agua que nos enmarcaban. Y no, no había horizonte: a este y oeste, agua: una multitud delante de mí y otra detrás… pero jamás me había sentido tan solo. Era como si la espera hubiera concluido.

Podía verlo todo, lo grande y lo pequeño, allende y aquende, con espléndida nitidez, a pesar de que no encontré mis gafas por ningún sitio. Veía la expresión de pánico de aquel hombre lejano y el recogimiento de la mujer que tenía mi lado, con idéntica nitidez. Y eso que soy miope desde la adolescencia.

El mar impresiona mucho más cuando lo tienes encima, cuando miras a lo alto y sientes que se va a precipitar sobre ti. Unas palabras martilleaban  mi cerebro. Nadie hablaba pero yo escuchaba en mi interior la siguiente cantinela: "Esta es la última generación de la raza humana, el último amanecer".

Cuando el hombre está aterrorizado simplemente aguarda a que ocurra algo, pero no sabe el qué. Y luego la soledad. Miré a mi alrededor, miré a lo lejos: no conocía a nadie. Los dos tipos de rostros se repetían: los crispados y los ensimismados. Los primeros cerraban los puños, los segundos musitaban, quise creer que escudriñaban su propia historia, pero no puedo asegurarlo. Aquello parecía la antesala de un juicio inminente, un juicio colectivo.

Creedme si os digo que sólo entonces reparé en la nota más visible de todas: todos los presentes estábamos desnudos y lo más curioso era que a nadie parecía llamarle la tención aquella desnudez, nadie reparaba en el cuerpo de los otros y nadie portaba objeto alguno. Sólo éramos cuerpos que pisaban la arena y que observaban con pavor las dos columnas de agua que les amenazaban.

La espera no duró mucho. Al norte, un hombre de túnica blanca cubrió el firmamento, entre las dos masas de agua. Estaba lejos, pero podíamos ver hasta los más ínfimos detalles de su rostro. Le identifiqué sin dudar: era la imagen que los técnicos de la NASA habían extraído de la Sabana Santa, que se guarda en la Ciudad de Turín. Era el hombre de la Síndone, un hombre joven, de unos 30 años de edad, sentado sobre un trono invisible, ataviado con una interminable túnica blanca, blanquísima, con ribetes grana y oro.

Otros seres, que no parecían humanos pero sí visibles, comenzaron a rodearle. Era de enorme estatura, verdaderos gigantes, ataviados de forma similar a los antiguos legionarios romanos y armados con espadas que colgaban de sus cinturas. Imposible desobedecerles. Su rostro era tan sereno que irradiaba fortaleza.

Y el hombre de la Síndone habló. Tenía el don de lenguas y yo, que no pasé del "my taylor is rich" le entendía. Todos comprendíamos unas palabras, pronunciadas en una lengua que parecía universal, la matriz de todos los lenguajes del mundo. Entonces comprendí lo que me había estado velado en toda una existencia marcada por la pedantería: lo importante no es la competencia científica sino la actitud del corazón.

Las palabras del hombre de la Síndone incitaban a la conversión, la última conversión. Pude ver algunos rostros que dudaban pero el número de los recalcitrantes apenas disminuía y observé con horror que eran mayoría. No sabía cómo lo sabía, pero lo sabía con certeza. Y entre ellos, no eran pocos los que respondían con blasfemias a la última llamada. No pude por menos de recordar aquel latiguillo que tantas veces había leído: "…ni aunque un muerto resucite".   

Entonces, los gigantes hicieron una cuña entre los congregados y partieron a aquella última generación en dos, mientras se escuchaba al Hombre de la Síndone dirigirse al grupo, minoritario, situado a su derecha:

-Venid, benditos de mi padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la Creación del Mundo, porque tuve hambre y me distéis de comer, tuve sed y me disteis de beber, era peregrino y me acogisteis, estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme.

Mientras pronunciaba estas palabras los legionarios conducían a la minoría hacia la columna de agua situada a su izquierda. Algunos se precipitaron sin dudar y traspasaron la pared antes de que todo el grupo de elegidos les siguiera.

Luego, el hombre de la túnica de dirigió a la mayoría situada a su izquierda, flanqueada por los gigantes, y exclamó:

-Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles, porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, era peregrino y no me acogisteis, estaba desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis.

Algunos pedían explicaciones pero los más acataron la feroz sentencia con el fatalismo de quien se sabe concernido por algo mucho más grave que una celda: por la justicia misma. Era una condena que no se podía desobedecer. Además, los gigantes les empujaban hacia la segunda pared de agua, situada a su derecha.

No se resistieron. Antes al contrario, atravesaron la muralla acuosa con una expresión de terror, con la expresión fatal que deformaba sus rostros, pero empecinados en cumplir su destino, porque el tiempo de la providencia –es decir, el tiempo de lo mudable- había concluido.

No pude ver lo que había al otro lado, más allá de las dos murallas de agua, ni hacia el Reino ni hacia el averno. Tampoco era necesario. Bastaba con saber y yo ya sabía.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com