En la diócesis de Madrid, capital de la piel de todo, hay una parroquia donde siempre hay confesores esperando al feligrés (que sí, caramba, que las hay). Y lo cierto es que siempre hay gente esperando para confesar. Comprenderán ustedes que tamaña provocación no podía tolerarse, así que el vicario correspondiente, traducido al román paladino, el jefe clerical de la zona, se presentó un día ante el montaraz párroco:

 

-Esto no puede seguir así. Durante las misas, no se debe confesar. Los feligreses deben atender al Santo Sacrificio.

 

A lo que el párroco respondió:

 

-Verá usted, no puedo hacerlo, porque yo no sé si el feligrés que viene a confesar está oyendo esa misa o está esperando a la siguiente.

 

Y ante tamaño cinismo, el "inspector" se retiró mohíno.

 

Porque ya saben cuál es el truco. Misa a las 10, a las 11, a las 12, a las 13. La Iglesia se abre a las 9.55 y se cierra a las 14.00 horas. No se puede confesar en los intersitios de 5-10 minutos entre Eucaristía y Eucaristía. Total, en Madrid es tan difícil confesar como evitar los atascos.

 

Pues bien, en esas, va Juan Pablo II y recibe a un grupo de obispos norteamericanos, y aprovecha para soltarles la siguiente lindeza: "La credibilidad de la Iglesia hoy depende de la santidad de sus hijos, y, en particular, de sus pastores".

 

Y la santidad se concreta, por ejemplo, en que "el tiempo dedicado en el confesionario es tiempo dedicado al servicio del patrimonio espiritual de la Iglesia y de la salvación de las almas". Porque, de otra forma, ocurre lo que ocurre hoy en día: "Mientras abundan los efectos del pecado -avaricia, deshonestidad y corrupción, ruptura de relaciones y abuso de personas, pornografía y violencia- el reconocimiento del pecado personal ha languidecido".


Es más, "en su lugar, ha surgido una preocupante cultura de acusación y pleito que habla más de venganza que de justicia y que no reconoce que en todo hombre y mujer hay una herida, que, con la luz de la fe, llamamos pecado original". Aún más, "el pecado forma parte integrante de la verdad sobre la persona humana. Reconocerse como pecador es el primer y esencial paso para volver al amor de Dios que sana".

 

De este discurso (menos mal que el Papa está acabado, que si no), podemos establecer las siguientes conclusiones:

 

1. ¿Qué es una buena parroquia? Aquella donde siempre hay curas confesando y donde el feligrés no tiene que perseguir al sacerdote para que le imparta el sacramento.

 

2. ¿Qué es un buen cura? Aquel que dedica tiempo al confesionario y no tiene miedo en recordar, desde el púlpito, la obligación de confesar.

 

3. ¿Qué es un buen cristiano? El que confiesa frecuentemente.

 

4. ¿Qué es una sociedad psíquicamente sana? Aquella que posee sentido de culpa y para la que ese sentido de culpa no resulta castrante, sino liberador, al menos si se opta por el arrepentimiento.

 

5. ¿Qué es una sociedad progresista? (ganas me dan de decir que es la sociedad tontaina de algunos, pero me contendré). La verdad es que el término progresismo es el más adulterado de todos, y me temo que va a ser muy difícil rescatarlo para la sensatez. Pero no: una sociedad que progresa es una sociedad, o un conjunto de personas, que se arrepiente de lo que hace mal, puesto que el arrepentimiento es la única forma de mejorar, es decir, de progresar. Sin arrepentimiento, no hay crecimiento moral, pero tampoco económico, social o político.

 

He aquí resumidas en pocas palabras, y sin echar mano de principios teológicos de ningún tipo, el significado entero de la llamada crisis eclesial y de esos que llaman crisis mundial. Ni la una ni la otra son tan difíciles de definir, caramba.

 

Las palabras del Papa no son un mal regalo a la Iglesia, días antes de que haya cumplido (18 de mayo) los 84 años de edad. El Pontífice, al que tantas almas bienpensantes querían jubilar tres años atrás, sigue dirigiendo la Iglesia con la cabeza, no con los pies. Felicidades.

 

Eulogio López