Nunca se habían ensalzado tanto derechos como el del honor, la intimidad, la imagen y, paralelamente, nunca se habían despreciado tanto esos mismos conceptos cuando nos referimos a ellos como valores morales. Tiene guasa el asunto y, además, mucho que ver con el pudor, cada vez más ninguneado. Es una muestra más, insólita, del avance de imperativos ideológicos perversos para finiquitar un orden natural antropológicamente irrefutable. No tiene sentido el cuidado puramente formal de la intimidad -incluso a través de la legislación y dándole cuerpo en una Constitución-, mientras se ignora el fondo, o lo que es lo mismo, su razón de ser.

 

Basta darse un garbeo, este verano, por muchas de las playas españolas o afrontar con infinito estoicismo un 'zapping' por las televisiones, para hacerse una idea de lo que brilla por su ausencia: algo tan sencillo y humano como el pudor (en los pueblos se le sigue llamando vergüenza). Todo responde a una moda del siglo pasado -trasnochada, sí, pero también reincidente- para acabar con ese valor o hecho virtuoso -llámenle como quieran-, con el que el hombre ha aspirado desde tiempo inmemorial sólo a eso: a cubrirse. Uno no se viste sólo porque pase frío, por mucho que los del Mayo del 68 francés -o sus secuelas 'hippies' de los ochenta- le dieran la vuelta a algunas cosas.

El pudor está esencialmente relacionado con la tendencia natural a proteger la propia intimidad de la exposición pública en muchos planos: físico, afectivo, mental, ideológico. Esa es la razón, no otra, que explica que uno 'no largue' en exceso ante un desconocido o que cuide con esmero sus partes: desde la casa en la que habita -a ser posible limpia y brillante- hasta su propio cuerpo, naturalmente con el vestido, porque no está a disposición de cualquiera, ¿sabe Lo explica bien Ricardo Yepes Stock en su libro 'La persona y su intimidad', cuando afirma que la intimidad de un hombre "es su mundo interior" no expuesto.

El pudor o el decoro, como lo prefieran, no son cosas 'superadas'. Se equivocan quienes así lo vean. Son, sobre todo, un modo de defenderse… y, en consecuencia, poco importan las modas que nos imponen ("Si quiero ir a la moda necesito una pistola", dice Extremoduro en una de las canciones de su disco 'La ley innata').

El pudor está esencialmente relacionado con la tendencia natural a proteger la propia intimidad de la exposición pública
En todos los planos, insisto. Desde el que contesta "no sé qué me pasa" al curioso de turno que le pregunta "¿por qué tienes una cara tan triste", pasando por el que se oculta tras las cortinas para que el vecino no vea cómo besa a su amado, o el que prefiere llegar tarde a casa para que no le pillen infraganti en las pésimas condiciones que conduce por beber unas cuantas copas de más (y es que a uno le da vergüenza, al margen de que sea un delito).

Por eso, defender a estas alturas de la historia que lo mejor es mostrarse como uno ha llegado al mundo en todos los ámbitos no es más que la prolongación de una moda sin fundamento antropológico alguno y que atenta, además, contra uno mismo y su propia intimidad. Ha calado demasiado ese imperativo ideológico perverso que confunde la autenticidad con el descaro.

Con el sexo sucede lo mismo. Si uno cree que no es más que un 'algo pasajero' -como quien da o recibe un muñequito-, poco sentido tiene considerarlo bajo el prisma del pudor o de la intimidad. Pero si se considera como algo más serio y que se puede entregar en algo 'tan banal' como el amor, por ejemplo, la cosa cambia, ¿o no

Cada persona es única e irrepetible. Desde esa reflexión, Ricardo Yepes Stock relaciona la intimidad con lo que uno guarda. "Cada hombre en el mundo es, cuando menos, un nuevo punto de vista, una novedad". Un interesante punto de vista en el tema que nos ocupa. "Puede haberse enamorado mucha gente a lo largo de la historia de la humanidad, pero mi relación con la persona que amo es, estrictamente, inédita".

El resto se lo dejo a ustedes.

Mariano Tomás

mariano@hispanidad.com