Sr. Director:

Desde que el pasado viernes santo, el obispo de Alcalá, Reig Pla, formulase abiertamente la impiedad contra la naturaleza y la consideración objetiva del pecado, no ha dejado de expandirse, tan glorioso como inicuo, el sórdido lenguaje de la profanación y del insulto, de la obscenidad y el barbarismo entre los medios de comunicación, especialmente entre aquellos medios progresistas y pseudoreligiosos, cuyo sensacionalismo resulta hiriente y provocador.

 

En la Biblioteca Nacional de España, donde se celebra su Tricentenario, el historiador y ensayista francés Marc Fumaroli, reivindica, en el ciclo de conferencias 'El libro como universo', la cultura del alma, aquella que está libre de la cultura de las masas, de la cultura chabacana de la inmediatez, cuyo primer efecto nocivo es la falta de reconocimiento de la obscenidad, basada en suministrar materia ofensiva de un modo instantáneo con el fin de enardecer las emociones y crear de manera impúdica el conflicto y la mentira.

Existen personajes sumidos en la obscenidad que dañan la imagen de la Iglesia, y viven holgados precisamente en la medida en que superan la exigencia de desprestigiarla cada día. Son trepas indecentes, ayunos de normas y de inhibiciones, con una irrefrenable tendencia a la fragmentación y la irresponsabilidad, a la arrogancia y promoción personal.

Son eunucos éticos que vomitan su bilis para cobrar de su amo, y proponen continuamente cambios en la Iglesia católica. Se creen omniscientes, aunque nada sepan; son proveedores de dramas y enfrentamientos por ellos mismos inventados para vender noticias, diablos que aniquilan todo lo bueno y enaltecen lo nefasto, nutriendo a la gente de falsedades, falacias y enemistades.

Si los jóvenes, que poco o nada transmitido poseen de las generaciones precedentes y menos transmitirán ellos a las que vendrán después, tienen que ser objeto de este régimen de materia pobre digital, sin futuro, abyecta, y van a ser educados por un progresismo que produce un veneno capaz de aniquilar la autoridad y la verdad, convendría escapar de sus garras adoctrinadoras para volver a la familia y la escuela, la religión y la tradición literaria y filosófica, al arte clásico, libre del mero producto de la técnica y del mercado, como las fuentes de la verdadera educación que el hombre necesita.

Las posteriores y recientes declaraciones de Monseñor Martínez Camino, defendida la postura de la Iglesia católica y valorando los presupuestos de la ética de la sexualidad, en una rueda de prensa ofrecida con motivo de la última Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, han viciado más el espectáculo mediático, la obsesión relativista de imponer otras normas y modas, las del Mito de la Historia y del Tiempo, las del gánster que destruye los valores y abdica de la verdad en favor de fomentar el egoísmo y el interés, lo grotesco y subjetivo en detrimento de las normas perdurables.

La persistente tendencia a corromper de algunos medios nos debería animar a prescindir de ellos, a liberarnos de la intencionada voluntad de desintegración en el seno de la Iglesia católica, a menospreciar su oquedad si queremos alcanzar un cierto grado de conocimiento y virtud, si no ambicionamos ser condenados a una visión limitada y grosera que lleva a la emasculación de la alta cultura de las raíces y la tradición, de la religión y la doctrina que preconiza el amor y la fidelidad frente a cualquier rebelión individual y de la masa contra toda estructura prevalente.

Quizá no tengamos que recurrir al extremo de Yeats para afirmar que no hay santo ni borracho que sea progresista. Pero si lo que nos ofrecen ciertos medios es levantarse en armas contra todo aquello que sus antecesores han observado con veneración, y no cejan en el empeño hasta abatirlo; si la actitud dominante ante la verdad de la naturaleza consiste en la herejía de negarla y legitimar la política frente a la religión como modeladora del orden moral; si se intentan eliminar las distinciones y la jerarquía, y promover la idea de un difuso igualitarismo que nivela a todos, sin saber ya cuál es el lugar que corresponde a cada uno, deberíamos notar hasta qué punto estamos contribuyendo a la promoción de la injusticia y la decadencia en el perfeccionamiento moral, religioso y filosófico de la persona humana.

Roberto Esteban Duque