'La Confianza en Dios' es un libro que todos deberíamos leer. Jacques Philippe es un tipo sencillo, razón por la cual es un personaje que profundiza en la condición humana.

El predicador de moda, el francés Jacques Philippe, se ha hecho considerablemente famoso -al menos en ambientes cristianos-. Es conocido por sus libros que nada tienen que ver con el fin del mundo ni con la gran tribulación. La parusía es algo de lo que ningún obispo habla a pesar de que son muchos, me consta, los prelados convencidos de que estamos en esa etapa final. Unos porque saben que no se debe decir aquello que la gente no está dispuesta a creer, otros porque el propio Cristo nos pidió dos cosas: que estuviéramos preparados para el momento y que no nos preocupáramos por el momento. Los más, porque lo que menos importa sobre el fin del mundo es el fin del mundo o la curiosidad morbosa sobre los medios que Dios utilizará para manifestarse, sino que, como dice el viejo refrán castellano: lo que importa es que "nos pille confesados".

Y entonces es cuando Philippe nos sorprende. El cura francés, en el precitado 'La Confianza en Dios', recuerda, a modo de premisa de su conclusión, las siguientes palabras del profeta Joel: "En ese momento derramaré mi Espíritu sobre toda carne", y lo remacha con el nombre de otro profeta de nombre aún más extraño, el bueno de Habacuc: "El país se inundará del conocimiento del Señor, así como las aguas cubren el mar".

Y es entonces, con tan proféticos prolegómenos, cuando el amigo Philippe, el que no quería hablar sobre el fin del mundo, suelta el cañonazo, así, como mirando hacia otro lado: "Esta es la promesa de Dios para los últimos tiempos… y nosotros estamos ahí". O sea, que nuestro predicador, el mismo que nos advertía contra todo tipo de obsesiones respecto al fin de los tiempos, nos dice que estamos ahí, en los tiempos de la gran tribulación. Oiga, esto parece un secreto a voces…

Luego, Philippe, para sacudirse la responsabilidad, llama en su auxilio a una mística de anteayer, la francesa Marthe Rubin quien anunció un Pentecostés de amor y misericordia para el mundo entero, que es sabido que los verdaderos profetas nunca anuncian calamidades -ésos son los chiflados-, como mucho, la victoria tras la derrota. El fin del mundo no es una mala, sino una buenísima noticia.

Y entonces el bueno de Philippe, ya desde el proscenio, como testigo de cargo, nos anuncia que ese tiempo, al que aludieron los profetas y al que alude Rubin, resulta que "ya ha comenzado". Mira vos…

Insisto, don Jacques suelta la bomba y enseguida se pone a cubierto: "No debemos hacer especulaciones sobre el fin del mundo porque siempre ha sido peligroso. Posiblemente la Iglesia perdurará aún más tiempo". Aquí hace buena la tesis, casi general, aunque, como todas, pudorosamente oculta a la morbosidad, de que la gran tribulación y el juicio final son dos cosas no distintas pero sí distantes en el tiempo. Pero, continúa Philippe, "estamos, de manera innegable ante la existencia de una urgencia espiritual porque el mundo está sufriendo a múltiples niveles. La crisis económica no es más que un síntoma leve pero existen otras cuestiones mucho más graves". Muy cierto, la crisis económica es consecuencia, no causa, de la crisis moral, que esa sí que resulta peligrosa.

No les voy a resumir más (léanse 'La Confianza en Dios', caramba) pero les adelanto que esa cosa más grave que la crisis es la desesperanza, el síntoma más claro de esta etapa fin de ciclo. 

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com