Uno de los factores, para poder dominar todo el mundo, es el control de la población.

En poco menos de 70 años hemos pasado por dos revoluciones demográficas, como expone Gérard François Dumont, catedrático de la Sorbona y presidente del Instituto Demográfico de París, la población planetaria ha tenido un gran crecimiento; de 1.634 millones de habitantes en el año 1900, se han superado los 6.127 millones en el año 2000.

Este tremendo salto en la población, un crecimiento del 375%, es lo que nos ha permitido hablar de superpoblación, si los datos se toman en términos absolutos, y no relativos a los avances tecnológicos.

Asevera el profesor Dumont, de forma simultánea, que los últimos períodos del siglo XX están marcados por un segundo prodigio, sin precedentes en la Historia: una bajada de la fertilidad a niveles insólitos en los terruños más desarrollados.

Por otra parte, Gary S. Becker, Premio Nóbel de Economía, asevera que se han evidenciado algunas circunstancias que revelan que el aumento de la población ha sido básico para el desarrollo económico.

La documentación derivada de las Conferencias de las Naciones Unidas en El Cairo y en Pekín desatan muchos temores sobre el aumento de la población, pero esos miedos son infundados. No hay pruebas de que el desarrollo de la población haga decaer el desarrollo económico sino todo lo contrario, la subida de la población es un factor poderoso para la economía.

El control de la población, con el subterfugio de terminar con la gazuza, oculta una mentalidad imperialista que ambiciona dominar y templar la presión demográfica que los terruños pobres ejercen hacia un Occidente avejentado. Según Dumont, partidario del célebre demógrafo galo Sauvy, el esquema de la decadencia de las civilizaciones, borradas del mundo, siempre ha sido el mismo: declive de la natalidad, senectud de la población, descenso económico y ruina.

Sería quimérico creer que una estabilización inicua de la población global, o incluso una disminución de la natalidad, podrían solucionar el enigma del hambre.

Clemente Ferrer Roselló

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