Empleados municipales y alcaldes católicos (por ejemplo, el alcalde de Madrid, Ruiz Gallardón. No me pregunten por qué se me ha ocurrido este ejemplo) se encuentran ahora mismo en la misma situación que los primeros cristianos. Librarse del tormento y de la muerte era sencillo : bastaba con echar unos gramos de incienso en ofrenda al emperador o a unos dioses romanos en los que nadie creía. Es muy probable que la señora ministra de Educación. María Jesús San Segundo, introduzca a través de la nueva asignatura dedicada a la ciudadanía, alguna libación, por ejemplo, un juramento a la Constitución Española convenientemente remozada, claro está, para que no se irriten los nacionalistas.

Volviendo a los romanos, la verdad es que hubo bastantes lapsi entre los creyentes. Es decir, bastantes cristianos que prefirieron ceder o, al menos, utilizar la vía tibia de comprar certificados con los que se reconocía haber adorado a los dioses.

Era una cuestión de ciudadanía. Entonces el riesgo era la muerte, ahora contamos con un emperador mucho más hipócrita, por lo que simplemente pierdes el empleo y el sueldo, y, sobre todo, el asunto se plantea en la médula: si eres católico no eres un buen ciudadano, no eres un buen demócrata. Si tu catolicismo, además, es más importante que tu sentido ciudadano, es decir, que tu obediencia al poder, entonces no eres un demócrata y debes ser arrinconado.

Zapatero se ha cargado la objeción de conciencia, que es algo así como decir que se ha cargado la libertad. Su vicepresidenta primera, Teresa Fernández de la Vega, lo ha dejado claro : la objeción de conciencia no existe, las leyes están para ser cumplidas, y mucho más los funcionarios (aquí quizás convenga recordar que un 40% de la economía española lo produce le sector público, una forma de decir que o te llevas bien con el Gobierno de turno o profesionalmente lo tienes claro).

A los ciudadanos romanos se les exigía incensar al dios-emperador; a los españoles se les exige más: se les exige aprobar y bendecir como matrimonio lo que no es más, y vuelvo a emplear el término popular, el de don Camilo José Cela, el tomar por el culo. Ni la ley del aborto se atrevió a tanto, porque los médicos pueden alegar objeción de conciencia. Y lo hacen, naturalmente: una cosa e hablar del aborto en teoría y otra tener que trocear a un niño y luego tirarlo a la papelera.

Y la advertencia del Vaticano es clara. Ha llegado el momento de la coherencia. Como recordaba el fallecido Juan Pablo II, el martirio actual se llama coherencia. En efecto, o se es católico o no se es: se acabaron las medias tintas.

Y lo mismo ocurre con los políticos. De Zapatero o de Fernández de la Vega ya sabemos lo que podemos esperar: ellos son Decio, Diocleciano o Nerón: no engañan a nadie: quieren la tiranía bajo un régimen llamada democracia. Por eso se cargan el derecho a la objeción de conciencia, porque de otra forma, la puesta en práctica de sus aberraciones, por ejemplo el matrimonio gay, podría quedar al descubierto. Pero hay que reconocerles una cierta sinceridad: odian a la Iglesia y odian la libertad, dos odios que son uno solo.

No, lo peor son los lapsi. Lo peor son los Bonos, Bonos convertibles, que acuden a la misa del comienzo del pontificado de Benedicto XVI mientras imparten doctrina teológica sobre los que Jesucristo, nada menos, harían ante esta situación.

Lo peor son los Gallardones, los aspirantes a líderes del muy católico Partido Popular, los que besan le anillo de Juan Pablo II con profunda reverencia, pero luego manifiestan no tener el menos problemas en matrimoniar a dos personas del mismo sexo. Los peores son los Mariano Rajoy, que braman contra el Pacto Antiterrorista: Mire usted, D. Mariano, una ley que convierte la sodomía en matrimonio es mucho más grave que un Gobierno de Vitoria en el que participen los majaderos de Batasuna.

Y lo mismo puede decirse del Rey. Dígame Majestad: ¿va a firmar usted la ley del matrimonio gay? ¿Usted que se ha confesado católico una y mil veces? ¿Va a rubricar la tropelía? ¿Dónde está el límite, Majestad? ¿O es que no hay límite?

Lo que está claro es que doce meses de zapaterismo hacen peligrar la libertad en España. Vivimos una guerra civil, aunque no haya estallado un conflicto armado. Sí guerra civil, porque las contiendas civiles siempre son guerras de conciencia. Ocurre cuando el poder obliga a los ciudadanos a elegir entre su conciencia y su interés, entre sus principios y su supervivencia. Y si no ocurre nada, entonces no estaremos ante una guerra civil: simplemente estaremos ante una España muerta.

Por cierto, ¿no se da cuenta, señor Zapatero, que políticas como la suya, que violentaban las conciencias, fueron las que provocaron que su abuelo fuera fusilado?

Eulogio López