Ya lo decía Gilbert Chesterton sobre el feminismo de su época. 200.000 mujeres gritan: No queremos que nadie nos dicte y, acto seguido, van y se hacen dactilógrafas.

Pasar de jefas en el hogar a esclavas de un extraño en el centro de trabajo, debió significar un cambio duro.

Luego está el dicho habitual, tanto entre hombres como entre mujeres, del ¿quién les ha engañado? O, aún peor, ¿quién nos ha engañado?

El Día Internacional de la Mujer Trabajadora puede resultar de lo más interesante, uno de esos tópicos a los que todos tenemos que adherirnos bajo riesgo de exclusión social. Pero, además de representar un pequeño insulto para la mujer que decide dedicarse al hogar, lo que hemos conseguido en Occidente es reducir las tasas de natalidad por debajo del nivel de reemplazo, es decir, de supervivencia de una comunidad, al tiempo que abrir una nueva vía de marginación. Porque está claro que la mujer sufre una discriminación laboral de origen natural llamada maternidad, discriminación que no deja de serlo por la mejor de las compensaciones, la de alumbrar una nueva vida.

No se puede hacer que la mujer vuelva al hogar, pero sí podemos valorar más la maternidad. Y eso se llama salario maternal. Porque la madre trabaja mucho más que la empleada, sin horarios, y de ella depende el futuro de la sociedad, en sentido literal.

Hay que cambiar la mentalidad porque el salario maternal no es un acto de solidaridad sino de justicia, y las ideas que se imponen políticamente -que no individualmente- no son las ideas solidarias, sino las ideas justas, es decir, las que cumplen con la justicia distributiva. Recibir un salario por tener y criar un hijo es un acto de justicia. Por eso el salario maternal se está imponiendo en toda Europa, salvo en España, claro está.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com