Si el amor no es sólo sexo, tampoco cosiste en convertir a los pobres en ricos. Esto podría ser la idea motriz de la segunda parte de la encíclica de Benedicto XVI.

Comienza el Pontífice recordando que el ideal del comunismo de las primeras comunidades cristianas, no es criticable, sino totalmente aconsejable. Naturalmente aquello tenía poco de comunismo, y sí de fraternidad y reparto de los bienes entre todos los miembros de la comunidad con el consiguiente desapego a lo material tanto de los ricos como de los pobres. Simplemente, Benedicto XVI aclara que a medida que la Iglesia se extendía resultaba imposible mantener esta forma radial de comunión material. Peor ojo, el núcleo central ha permanecido : en la comunidad de creyentes no debe haber una forma de pobreza en la que se niegue a alguien los bienes necesarios para una vida decorosa. Tradúzcanlo así: el amor, la caridad, exige que en las comunidades cristianas no haya pobres, y aquéllas en las que existen tienen la obligación grave de solventar esa pobreza; lo otro es un escándalo a los ojos de la Iglesia, es decir, un pecado. Es más, el Papa resume así la tarea de la Iglesia: Anuncio de la palabra, celebración de los sacramentos y servicio de la caridad.

Y por si no había quedado claro, Benedicto XVI recuerda que el surgir de la industria moderna ha desbaratado las viejas estructuras sociales y, con la masa de los asalariados, ha provocado un cambio radical en la configuración de la sociedad, en la cual la relación entre el capital y el trabajo se ha convertido en la cuestión decisiva, una cuestión que, en estos términos, era desconocida hasta entonces. Desde eso momento, los medios de producción y el capital eran el nuevo poder que, estando en manos de pocos, comportaba para las masas obreras una privación de derechos contra la cual había que rebelarse. Sí, han entendido bien: el Papa legitima la rebelión de los menesterosos. Esto, al parecer, no se lo han leído los glosistas de la encíclica. Y no sólo eso : el comentario es actualísimo. Hoy, las ganancias de productividad se están logrando a costa de la precariedad en el empleo. España, que acaba de cerrar 2005 con una cuota de paro casi mínima, del 8,7% (lo cual es una gran noticia). Sin embargo, los jóvenes no pueden independizarse de sus padres, mucho menos crear una familia, mucho menos tener hijos, porque su trabajo es precario, su sueldo bajo y la necesaria vivienda inasequible. Es decir, pueden crear una familia abierta a la vida, pero con un coste personal inenarrable. Y todo eso con un Gobierno de izquierdas, sí señor. Aquí, la única izquierda social que queda es la Iglesia católica. Lo demás es progresía de azúcar cande y muy mala leche con el débil.

Otra idea: la Iglesia tiene la obligación legal de ayudar a mejorar las condiciones de vida. Ocurre que el Estado ha crecido de tal forma que una milésima parte del presupuesto estatal supera todo el dinero que maneja la Iglesia. En otras palabras, la Iglesia por sí sola no puede, ni de lejos, transformar la economía. El Estado sí puede, sólo que los políticos no quieren. Pero es que aun cuando quiere, la ayuda del sector público siempre será material, mientras que siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad, porque el amor suscitado por el espíritu de Cristo no brinda a los hombres solo ayuda material, sino también sosiego y cuidado del alma, una ayuda con frecuencia más necesaria que el sustento material (punto 28). Con razón se ha dicho que la gran revolución pendiente es la de la amabilidad. Porque para ser humanitario se necesita ser amable, y para ser amable no basta con la mera educación y el protocolo, sino que hay que venerar en cada persona la imagen de Dios. En palabras de Benedicto XVI, los cristianos dedicados a los demás deberían ser todos- necesitan también, y sobre todo, una formación del corazón, porque deben guiar a ese encuentro con Dios en Cristo. No basta ni con dar un pez ni con enseñar a pescar. Además, hay que amar al doctorando.

En definitiva, la Iglesia se distingue de una ONG porque ésta confía en sus propias fuerzas, en sus propios medios, mientras que la caridad cristiana desconfía de sí misma y confía en Dios: Quien reza no desperdicia su tiempo, aunque todo haga penar en una situación de emergencia y parezca impulsar sólo a la acción. La Beata Teresa de Calcuta es un ejemplo evidente de que el tiempo dedicado a Dios en la oración no deja de ser un obstáculo para la eficacia y la dedicación al amor al prójimo, sino que es en realidad una fuente inagotable para ello. En efecto, Teresa de Calcuta tenía un regla de oro : cada día, cuatro horas de oración diaria y ocho de atención a enfermos, menesterosos y moribundos. Como alguien dijo, a los que huelen mal. Pero sin las cuatro horas de oración, el asunto no funcionaba. Y todo ello está directamente relacionado con el trasfondo del amor, que no es otro que la infancia espiritual. El pontífice lo explica así: La familiaridad con el Dios personal y el abandono a su voluntad impiden la degradación del hombre lo salvan de la esclavitud de doctrinas fanáticas y terroristas. (p. 37)

Y así llegamos a los fundamentalismos, propio de los que leen las encíclicas papales con el método salto de rana, o lectura de una línea cada treinta. En efecto, la encíclica ni de lejos se centra en los fundamentalismos, pero desde la infancia espiritual sí que advierte que ese abandono confiado en las manos de Cristo evita que el hombre se erija en juez de Dios, acusándolo de permitir la miseria sin sentir compasión por sus criaturas. Es el famoso : Mi hijo ha muerto, Dios no existe, o el si existe Dios, ¿por qué permite que ocurra esto en el mundo. ¿Verdad que las alusiones al abandono en Cristo no tienen mucho que ver con los fundamentalismos, que ha sido el titular de muchos medios informativos proclives al Papa? La verdad es que en materia de doctrina hay que aplicar aquello de que de mis amigos líbreme Dios, que con mis enemigos me basto yo.

Es más, puestos a encontrar ligazones, el discurso de Benedicto XVI, que no quiere a la Iglesia como una ONG, que anima a llevar a las gentes a Cristo eso sí, sin instrumentalizar el amor- sería un reproche, no al fundamentalismo islámico o católico como quieren encender la progresía mediática, entre ellos muchos de los llamados informadores religiosos- sino al fundamentalismo antiteo de Occidente, es conocido por estos lares con el nombre de laicismo. Ese que considera que el único cometido de la Iglesia consiste en convertirse en una ONG y que se empeña en poner sordina al mismo nombre de Cristo.

El mejor consejo que puedo darles: lean Deus caritas est. A Benedicto XVI se le entiende todo.

Eulogio López