Ojo al dato. Mejor, ojo a las palabras, que son más importantes que los datos, y ojo a los textos que, como el Evangelio, parece haber leído todo el mundo, sólo que muy deprisa. Porque, seguramente, el presente párrafo no será recogido por ninguna agencia internacional, por ningún medio informativo entre los que han publicado la noticia de que Juan Pablo II acaba de inaugurar el año dedicado a la Eucaristía (octubre 2004-octubre 2005). Se trata de un trozo de la carta apostólica Mane Nobiscum Domine. Léanla con atención, que la cosa tiene su miga: 

Hace diez años, con la Tertio millennio adveniente (10 de noviembre de 1994), tuve el gozo de indicar a la Iglesia el camino de preparación para el Gran Jubileo del Año 2000. Consideré que esta ocasión histórica se perfilaba en el horizonte como una gracia singular. Ciertamente, no me hacía ilusiones de que un simple dato cronológico, aunque fuera sugestivo, comportara de por sí grandes cambios. Desafortunadamente, después del principio del Milenio, los hechos se han encargado de poner de relieve una especie de cruda continuidad respecto a los acontecimientos anteriores y, a menudo, los peores. Se ha ido perfilando así un panorama que, junto con perspectivas alentadoras, deja entrever oscuras sombras de violencia y sangre que nos siguen entristeciendo. Pero, invitando a la Iglesia a celebrar el Jubileo de los dos mil años de la Encarnación, estaba muy convencido y lo estoy todavía, ¡más que nunca! de trabajar a largo plazo para la humanidad.

A ver, compañeros, rememoremos. Que dice el Papa que el Jubileo del año 2000 no ha dado los frutos apetecidos, y habla de cruda continuidad, que ha generado acontecimientos incluso peores que los que estábamos viviendo hasta el momento (por lo que el Pontífice parece no sentir un especial entusiasmo). Aún más: el panorama, el de ahora mismo, tras la derrota del Jubileo 2000 como motor de cambio deja entrever sombras de violencia y sangre.

Es lo mismo que ocurrió con la Guerra de Iraq. Podían haberse formado varias legiones de almas piadosas (Dios nos libre de las almas piadosas), que reinterpretaron a uno de los pontífices más sabios de la historia. Mientras el inquilino de El Vaticano se desgañitaba contra la Guerra de Iraq, almas piadosas desactivaban la potentísima bomba papal reduciendo el mensaje del polaco a algo parecido a esto : El Papa, por supuesto, está contra todas las guerras. O aún peor: Lo que el Papa nos ha dicho es que hay que rezar mucho por la situación mundial y por Iraq o el deber del Papa es rechazar toda violencia.

Sólo los sordos, los abotargados y los traductores especiales podían ser tan estúpidos como para no caer en la cuenta de que Juan Pablo II consideraba la Guerra de Iraq como mucho más que una guerra, como la puerta a una situación que nos aproximaba al abismo.

Pues bien, mucho me temo que con la actual carta apostólica que inaugura el Año de la Eucaristía, puede suceder algo similar. Algunos admirarán las reflexiones profundas que extrae el Pontífice del episodio evangélico de los discípulos de Emaús, como un ingeniero saca petróleo del subsuelo. Otros repararán (por ejemplo, casi todos los medios informativos) en la pertinente distinción papal entre la práctica religiosa pública y el respeto a las funciones del Estado (asunto, asimismo, tratado en el texto), pero muy pocos se atreverán a destacar esta idea (no sé si la más importante, supongo que no, pero creo que aludida) de que el fin de la Eucaristía sería el fin de la Iglesia, y el fin de la Iglesia será el fin de la humanidad. Idea que encaja, como de molde, con esta otra: si la Eucaristía se convierte en una reunión fraterna, si se olvida el milagro de la conversión del pan y el vino en el mismo Cristo, entonces podemos estar celebrando la Eucaristía pero habremos matado la Eucaristía, ergo habremos acabado con la Iglesia, ergo, habremos acabado con el mundo. Para el Papa, la Eucaristía no es circular (es la razón por la que nunca me han gustado las iglesias circulares), sino que es un triángulo, donde todo el contenido tiende a un vértice común, que es Cristo. En la Eucaristía, lo de menos es lo que ocurre entre el público; lo importante es lo que pasa en el altar, al que deben estar dirigidas todas las miradas, todos los sentidos, todas las actitudes, todas las posturas, todos los ángulos arquitectónicos, todo el mobiliario.

Sólo Oriente es circular. Sólo el panteísmo oriental que nos venden en formato Nueva Era es circular: no tiene principio ni fin. Pero el Cristianismo occidental tiene principio y un objetivo clarísimo. Por eso, es rectilíneo, no circular.

Cosa bien distinta es que la fuerza (en cristiano se llama gracia) surgida del altar  convierta el sacrificio, como afirma Juan Pablo II, en una celebración cuyo valor se ve corroborado al compartir efectivamente los bienes con los más pobres o la vivencia de la fracción del pan como una escuela de paz, en un siglo XXI marcado por el terrorismo y la guerra. Pero eso son consecuencias, no definiciones del milagro eucarístico. Porque lo que el hombre moderno necesita es, precisamente, un milagro. Y ese milagro lo tiene cada día, en cada lugar del mundo donde se celebre la Santa Misa.

En el entretanto, sería de desear que se leyera más y se interpretara menos (incluido yo, ciertamente) al Papa. De esta forma, no se desactivarán las cargas de profundidad que el Pontífice lanza contra la estupidez contemporánea. Como siempre, hay que echar mano de Zenit para poder leer documentos originales: http://www.zenit.org/spanish/visualizza.phtml?sid=60421.

Eulogio López