Sr. Director:

Este escrito no es políticamente correcto. Pero no escribo para ganar adhesiones a cierta forma de pensar, sino para sumarme a cuantos se atreven hoy a denunciar esa masacre inaudita llamada aborto. ¡Ojalá pudiera remover alguna conciencia! Muchas vidas en juego como para cruzarse de brazos ante el desafío del masivo crimen del aborto. Y no exagero en los términos: ya decía Julián Marías que la aceptación social del aborto era lo más grave que había ocurrido en el mundo en el siglo XX. Me apoyaré aquí en lo escrito en 1973 por Jérôme Lejeune, catedrático de Genética Fundamental de La Sorbona y fundador de la Citogenética clínica, uno de los padres de la genética moderna, quien como buen científico decía: la genética moderna se resume en que en el principio hay un mensaje, este mensaje está en la vida y este mensaje es la vida. Enunciado que bien podría ser el credo del médico genetista más materialista posible. Sabemos con certeza -añadía-, que toda la información que definirá a un individuo y le dictará su desarrollo y ulterior conducta, todas esas características están escritas en la primera célula. Y lo sabemos con una certeza que va más allá de toda duda razonable, porque ninguna información entra en el huevo tras su fecundación.

Y esto no es una opinión personal cualquiera. Tras la fecundación no hay sólo un pequeño amasijo de células. En el primer momento, tan sólo hay una célula, cierto, fruto de la unión del óvulo y el espermatozoide; pero, tras una activa multiplicación celular, esa pequeña mora que anida en la pared del útero ¿es ya diferente de su madre? Claro que sí -afirma Lejeune-, ya tiene su propia individualidad y es capaz de dar órdenes a su madre. Este minúsculo embrión de un milímetro de tamaño, es él y sólo él quien detiene la menstruación de la madre, produciendo una sustancia que activa el cuerpo amarillo del ovario. Asombroso : el cigoto emite una orden química para que el ovario segregue la hormona luteína, que se encargará de paralizar la menstruación que expulsaría al óvulo fecundado ¡Tan pequeño y ya obliga a su madre a protegerlo! Y añade: a la edad de un mes el ser humano mide cinco milímetros. Su minúsculo corazón late desde hace ya una semana; sus brazos, sus piernas, su cabeza ya están formándose. A la edad de dos meses mide tres centímetros. Sería invisible dentro de un puño cerrado. Pero extiendan la mano, está casi terminado : manos, pies, órganos, cerebro... Todo está en su sitio y no hará ya sino crecer. Mírenlo de cerca con un microscopio corriente y podrán descifrar sus huellas digitales. El increíble Pulgarcito existe de verdad ¡Lo hemos sido cada uno de nosotros!

Confieso sentir escalofríos al pensar que el texto que transcribo fue escrito en 1973 y que en el 2005 se practicaron en España 90.000 abortos, casi todos en centros privados, ¡menudo negocio!, y casi siempre alegando problemas psíquicos causados por el embarazo. Es fácil aquí sacar conclusiones... Habrá quien diga que hasta los cinco meses el cerebro no está terminado. Pero el cerebro sólo estará del todo en su sitio en el nacimiento; sus innumerables conexiones quedarán totalmente establecidas al cumplir los siete años; y su maquinaria químico-eléctrica sólo estará completamente rodada a los catorce, afirma Lejeune. ¿A nuestro Pulgarcito de dos meses ya le funciona el sistema nervioso? Claro que sí. Si su labio se roza con un cabello reacciona con un movimiento de huída, y a los cuatro meses la madre percibe sus movimientos. Si esto es así, y reto a quien lo niegue a rebatirlo, ¿por qué tanta discusión? ¿Para qué cuestionar si estos hombrecitos existen de verdad? ¿Por qué derrochar el raciocinio fingiendo creer, como si fuéramos ilustres bacteriólogos, que el sistema nervioso no existe hasta los cinco meses? Acabo citando de nuevo al Dr. Lejeune: Cada día la Ciencia nos descubre un poco más las maravillas del asombroso mundo bullicioso de la vida embrionaria (...) Todos los que ahora somos adultos fuimos un día un Pulgarcito en el seno materno. Queridos lectores: por lo que más quieran, déjenles vivir, ¡dejadlos vivir!

Santiago González Fernández

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