Ya que el tiempo era llegado en que hacerse convenía el rescate de la esposa que en duro yugo servía debajo de aquella ley que Moisés dado le había, el Padre con amor tierno de esta manera decía: -Ya ves, Hijo, que a tu esposa a tu imagen hecho había, y en lo que a ti se parece contigo bien convenía; pero difiere en la carne que en tu simple ser no había. En los amores perfectos esta ley se requería: que se haga semejante el amante a quien quería; que la mayor semejanza más deleite contenía; el cual, sin duda, en tu esposa grandemente crecería si te viere semejante en la carne que tenía. -Mi voluntad es la tuya, -el Hijo le respondía-, y la gloria que yo tengo es tu voluntad ser mía; y a mí me conviene, Padre, lo que tu alteza decía, porque por esta manera tu bondad más se vería; veráse tu gran potencia, justicia y sabiduría; irélo a decir al mundo, y la noticia le daría de tu belleza y dulzura y de tu soberanía. Iré a buscar a mi esposa, y sobre mí tomaría sus fatigas y trabajos en que tanto padecía; y porque ella vida tenga, yo por ella moriría, y sacándola de el lago a ti te la volvería. (San Juan de la Cruz, San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús, Editorial Alfaguara)