Está muy bien esto de que a los profesores de primaria y secundaria se les otorgue la condición de autoridad pública, según ha dictaminado, con firmeza y serenidad, ciertamente, la presidenta de la  Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre.

No entiendo muy bien lo de primaria, porque no creo que los profes tengan muchos problemas con niños de 6 a 12 años. Los problemas vienen luego, en la adolescencia, que es la ESO, el bachillerato, y, con la actual generación, la universidad, el master y hasta las bodas de plata, momento a partir del cual podemos pensar en un esperanzador paso a la vida adulta.

Ahora bien, sin ánimo de introducir peros a tan vendible media política, no sé yo si el privilegio concedido a los docentes será apreciado por los discentes, cuya propensión consiste en no aceptar autoridad alguna, especialmente públicas.

Quiero decir, si sus amantísimos padres tienen miedo a sus hijos es más probable que los profesores se lo tengan a sus alumnos, siempre superiores en números.

La medida actual me recuerda esos carteles colgados en las consultas médicas y en los que el colegio profesional correspondiente amenaza con llevar a los tribunales a los pacientes que insulten o agredan a los facultativos en el ejercicio de sus funciones. Es decir, que terminamos otra vez en los tribunales, que, al parecer, constituye la garantía de último recurso.

Que no, que el mal de la violencia adolescente está más arriba. A largo plazo, al joven hay que proporcionarle un sentido para su vida, y el único sentido que sacia es Cristo. A corto plazo, unos muchachos criados a espaldas del amor de Dios sólo entiende el palo y el tentetieso. Lo decía aquel canalla inteligente que fue Voltaire, quien manifestaba su completa incapacidad para gobernar un pueblo de ateos. Ya sabía lo que se hacía el bueno de François Marie Arouet.

Eulogio López

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