Una de las peculiaridades del mundo actual es la armoniosa connivencia entre el temor patológico a la muerte y la patológica tendencia al suicidio. Ambas tendencias conviven en el pueril Halloween y en la obsesión por el culto al cuerpo. Halloween, un pobre invento norteamericano, cuya filosofía mas profunda se concreta en Freddy Krueger trata de ridiculizar lo que teme, la muerte, y sustituye en las mentes mas superficiales -por ejemplo, la mente de los intelectuales políticamente correctos- a la secular preparación para la muerte y a la esperanza en una vida mejor.

El culto al cuerpo, la obsesión por la salud y el creciente puritanismo sexo seguro, prohibido fumar, prohibido beber- no son otra cosa que miedo a la muerte. Algunos, sin ir más lejos Paco Umbral, afirman que temen al dolor, no a la muerte. Yo diría que temen a los dos por igual. Temen al dolor porque, como dijera el autor favorito de Umbral, Jose María Pemán, saber sufrir y tener/el alma recia y curtida/es lo que importa saber;/la ciencia de padecer/es la ciencia de la vida.

Pero también se huele el miedo a la muerte, que no es otra cosa que miedo a la nada, el temor más horrible de todos. El cristiano, por el contrario, no teme a la muerte, y si la teme es que es poco cristiano. A lo que teme, y mucho, es a morir, a ese tránsito de dolor y alejamiento que, por si fuera poco, nos interrumpe algo tan formidable y divertido como es la presente existencia.

El miedo a la muerte discurre parejo al impulso suicida. Las estadísticas no son fiables, pero la Organización Mundial de la Salud (OMS) asegura que la principal causa de muerte prematura, es decir, artificial, en el mundo, por delante de hambrunas y guerras es el suicidio (del aborto, que podría competir con el suicidio en el ranking de las grandes matanzas, ni se habla, porque no es políticamente correcto).

Y existe una sorprendente indulgencia con el más grave de todos los homicidios, como dice Chesterton: El suicidio no sólo es un pecado; es el Pecado. La perversidad más absoluta y refinada consiste en rehusarse a todo interés por la existencia, en rehusarse al juramento de lealtad para con la vida. El que mata a un hombre, mata a un hombre, el que se suicida, mata a todos los hombres, en la medida de sus fuerzas aniquila al mundo.

En la misma línea, Chesterton anticipaba en 1915 lo que el famoso Doctor Muerte, Jack Kevorkian, inventó en los años 80: la máquina del suicidio. O lo que nuestro Amenábar mitificó en Mar Adentro con la promoción dolosa del Gobierno Zapatero. Y es que un contemporáneo de Chesterton, un tal Archer, que ya soñaba con una edad de oro, pasada o futura, donde existían artefactos que permitían suicidarse a cambio de unos peniques. Concluía Chesterton: Hay una verdad mucho mas racional y filosófica en el acto de enterrar al suicida en las encrucijadas o atravesarle el cuerpo con una estaca que en el uso de las máquinas automáticas de suicidio con que sueña Mr. Archer. Tiene su razón el enterrar aparte al suicida, porque su crimen es diferente de los otros, pues hasta los mismos crímenes imposibilita.

Y aquí es donde se unen ambas barbaridades, aparentemente contradictorias: la muerte y la obsesión suicida. El hombre sensato es un tipo que ama la vida con tanto entusiasmo que está dispuesto a entregarla, toda entera, por algo aun mas glorioso. Para Chesterton, el hombre sensato es el mártir: El mártir es un hombre que se preocupa hasta tal punto por lo ajeno que olvida su propia existencia. El suicida se preocupa tan poco de todo lo que sea él mismo, que desea el aniquilamiento general. Si el uno anhela provocar algo nuevo, el otro desea acabar con todo. Y es que cuanto más se teme a la muerte, más se odia a la vida.

PD: naturalmente, todo lo anterior se queda en nada frente a la verdad absoluta, meridiana y definitiva de la máxima autoridad humana en la materia, que no es otra que el director de El Mundo, Pedro J. Ramírez. En su edición del lunes 31 este diario nos obsequia con una entrevista (página entera) con Higinio Ballesteros, enterrador jefe jubilado del cementerio de la Almudena: La otra vida no existe, el cielo tampoco, sólo la muerte. Si lo dice Higinio, no seré yo quien se atreva a contradecirle.