No me acaban de convencer esas biografías que nos aseguran que Juan Pablo II cambió el mundo, incluso cuado se atienen a algo tan cierto que resulta aún más evidente que demostrable: sin Juan Pablo II, la tiranía comunista no se hubiera derretido, al menos a la velocidad de crucero que lo hizo. Digo que no me convence porque Juan Pablo II no cambió el mundo, lo que cambió fue la Iglesia. Empezando por el final: con Juan Pablo II quedó todo dicho; ahora, a Benedicto XVI le toca aplicarlo.

Ésta es la gran paradoja que confunde tantos cristianos: no nos engañemos, no parece que la fe haya crecido en el mundo con Juan Pablo II. La humanidad no está mejor hoy que en 1978, y muchos asegurarían que algo peor. Más temerosa, más crispada, más insolente, más humilde, más infeliz.

Al mismo tiempo, la figura, santa y sabia, demoledora y entrañable, ascética y mística, humana y divina, social y libertaria, artística y académica, en una palabra, sobresaliente, de Karol Wojtila, no puede presentar, no estamos dispuestos a aceptarlo, un balance negativo. La muerte del Papa Wojtilla afectó personalmente a millones de personas, no como cuando se nos va un personaje insigne, sino como cuando se nos marcha un amigo muy querido. Muchos de esos católicos, casi consideran una ofensa, una villanía, reconocer que el huracán polaco no transformó a la humanidad, tampoco ahora, cuando se cumple un año de su muerte (2 de abril).

Quizás es que su función no era esa. Entiendo que Juan Pablo II fue enviado por quien debía cuando debía. Fue el gran clarificador, el hombre que puso negro sobre blanco, y con la única arma de la oración y la palabra, el confusísimo panorama de la Iglesia postconciliar. ¿Nos damos cuenta de que el Concilio Vaticano II, el primero celebrado en la era de la Comunicacion, con la información fluyendo a raudales y en tiempo real, ha sido el más manipulado y el menos comprendido, y el más falazmente interpretado de toda la historia de la Iglesia? La modernidad no es que interprete mal a la Iglesia: es que la interpreta justo al revés.

Pues bien, al arzobispo de Cracovia le costó 26 años desbrozar la selva de confusiones, estupideces, herejías, embustes, sesgos, sectarismos que afectaban incluso a clérigos y cristianos eruditos, que no bien formados. Con razón se ha dicho que la obra de su pontificado ha sido el nuevo catecismo de la Iglesia católica.

Si no temiera molestar, y si no fuera una falsedad en sentido estricto, casi diría que Juan Pablo II es todo lo contrario de la imagen que se tiene de él: fue un Papa racionalista. No le distinguió la práctica, a pesar de haber dado la vuelta al mundo no sé cuántas veces, sino la teoría, la doctrina, las razones del dogma. Y era difícil enfrentarse a su pulcritud expositiva, a su atractiva argumentación, a sus deslumbrantes explicaciones de las causas últimas. Sus palabras tenían el aroma de la verdad, siempre presente, siempre olvidada.

Se le enfrentaba al entonces cardenal Ratzinger: éste era el racional, frío, que empelaba la cabeza, eternamente dedicado al dogma y a la teología; frente a él, estaba un pontífice evangélico, con más corazón que cabeza, cálido que, de vez en cuando (Fe y Razón) no conseguía embridar su pasado filosófico y académico y nos endilgaba Fe y Razón o el Esplendor de la Verdad probablemente la cumbre de su pensamiento, lo mejor que se ha escrito sobre el relativismo, el mal de nuestra época- pero que, en líneas generales, era un buen chico que te llegaba al corazón, Como me confesó una creyente no practicante, mujer culta: es que Juan Pablo II era muy simpático.

Sin duda lo era, pero su pontificado fue predominantemente teórico. Aclaro toda la confusión, todas las dudas, puso en su sitio cuestiones que en la Edad Media estaban muy claras, pero que habían sido olvidadas o, lo que es peor, manoseadas por un triste, siempre tristísimo, empirismo. Los jóvenes no seguían a Juan Pablo II porque fuera simpático sino porque les ofrecía lo que no les ofrece el mundo : una razón para vivir, de la misma forma que los ancianos le pedían una razón para morir.

Y se metía en todos los charcos, oiga: ecologismo, feminismo, deudas históricas, paz, justicia social, economía, globalización. No tenía por qué hacerlo, pero este esclavo de la verdad, por tanto un hombre libre, se enfrentaba a todos los retos, libraba la batalla cultural, esa guerra pacífica tan olvidada en tiempos de pensamiento débil, donde a lo más que se llega en el debate, también en el debate académico es al: De acuerdo, tienes razón: ¿Y qué?.

Y ahora, primer aniversario de su muerte, para destruir más tópicos, resulta que el intelectual de la pareja, el martillo de herejes -me encanta este título- el guardián de la ortodoxia, su sucesor, Benedicto XVI, el Papa intelectual, estrena su pontificado con una encíclica con un título robado de San Juan Evangelista. Dios es amor. El teólogo, el padre de todas cátedras, el alemán frío e irreductible se pone a hablarnos de amor y toma la delantera de Juan Pablo II para centrarse en la paz y explicarnos que se acabaron los tiempos de la erudición, del debate: con Juan Pablo II quedó todo dicho, con Benedicto XVI hay que aplicarlo. ¡Toma nísperos!

Juan Pablo II cambio la Iglesia. Porque si la Iglesia no se renueva, no es original es decir, si no vuelve a sus orígenes- el mundo entero se malogra. Cuando la Iglesia estornuda, se constipa la humanidad. Wojtila aclaró conceptos, Ratzinger los está aplicando. A nuestro bávaro le puede ocurrir lo mismo que cuentan- le ocurría al precitado apóstol San Juan, cuando, ya centenario, repetía a la comunidad cristiana que se amaran unos a otros. Cansado ya de la monserga, uno de sus discípulos se quejo de que siempre dijera lo mismo y le preguntó por qué repetía una y otra vez la necesidad de amarse.: Porque con eso basta, respondió el adolescente del calvario.

A Ratzinger podría ocurrirle lo mismo. Por ahora, nos está explicando que no se quiere con el corazón, sino con la cabeza. El amor no es racionalista, pero es racional y razonable, y la entrega, el compromiso, surge de la región racional del hombre, no de la sentimental. Pero no tiene intención de explicarlo mucho más: sólo que lo vivamos. Se acabó el tiempo de las aclaraciones doctrinales. Ahora todo está muy claro : ahora es el tiempo de los hechos. Es decir, la realidad de Juan Pablo II y Benedicto XVI es justo la contraria que hemos forjado los periodista y los teólogos, dos colectivos de mentirosos compulsivos.

Un detalle final. Todo lo anterior significa una cosa: se acabaron las disculpas. La teoría ha quedado tan clara que nadie puede alegar desconocimiento de la ley. Y recuerden: el que crea se salvara, el que no crea ya está juzgado. No vale alegar ignorancia. Y esa cita no es ni del polaco ni del alemán, sino del Judío.

Eulogio López