Sin Dios el hombre no sabe adonde ir ni tampoco logra entender quién es. Ante los grandes problemas del desarrollo de los pueblos, que nos impulsan casi al desasosiego y al abatimiento, viene en nuestro auxilio la palabra de Jesucristo, que nos hace saber: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). Y nos anima: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final del mundo» (Mt 28,20).

Es la conclusión de Caritas in Veritate, la encíclica social de Benedicto XVI y no parece una mala petición de ayuda, considerando la macedonia mental en la que se ahogan los analistas financieros y los think tank de pensamiento económico. 

Pero hay otra poderosa razón que siempre está detrás de las interminables deliberaciones sobre justicia social: si Dios no existe, ¿qué me importa el desarrollo? ¿Por qué voy a preocuparme de mi hermanos si no hay un padre común? El ateísmo lleva la indiferencia, no por egoísmo, sino por lógica (79): El anhelo del cristiano es que toda la familia humana pueda invocar a Dios como Padre nuestro.

¿Cabe una moral laica, o sea, atea, en el horizonte pacato de una muerte que conduce al a nada? ¿Cabe una fraternidad económica en una humanidad producto de una lotería cósmica y una evolución inexplicable? ¿Cabe la solidaridad intergeneracional de una economía sostenible y la legación de un planeta en buen estado de revista a futuras generaciones condenadas a nuestra misma apatía y al sinsentido de la existencia?

Son estas preguntas las que unen teología y economía, moral y comercio. Probablemente, de todas las encíclicas sociales está ha sido la que ha abarcado más cuestiones y, de algún modo, una sola cuestión, siempre latente, nunca explícita: la economía es teología. No existe la matemática de la producción sino la moral de la distribución, la producción nos viene dada.

Eulogio López

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