El jefe de la brigada paracaidista polaca, general Staniseaw Sosabowsk, era la única voz crítica respecto al plan del gran, grandísimo vanidoso británico Montgomery.

El héroe del desierto estaba empeñado en lanzar miles de paracaidistas tras las filas alemanas y alcanzar Berlín en dos patadas. La operación está muy bien descrita en la película Un puente lejano, tan bien descrita que nos queda claro su estrepitoso fracaso.

Pero el general Sosabowsk tenía otra razón para renegar de los planes de Montgomery. A 2.000 kilómetros, en Varsovia, 180.000 varsovianos, sin otras armas que las arrebatadas a los nazis, se enfrentaban al entrenado ejército alemán en las calles de Varsovia, en una batalla de picos y palas contra fusiles ametralladores, donde ancianos, adolescentes y mujeres utilizaban las alcantarillas como cuartel general. Era el mes de agosto de 1944. Los aliados no permitieron que la brigada paracaidista polaca fuera lanzada sobre Varsovia para ayudar a los suyos.

La desazón de Sosaboswk hubiera resultado más angustiosa de haber sabido que las tropas polacas bajo mando soviético -más bien escasas, todo hay  que decirlo- se mordían las uñas al contemplar, desde la otra orilla del Vístula, la destrucción de la capital polaca. Stalin ordenó a sus tropas que esperaran hasta el fin de los combates en la capital, cómodamente sentados en la hierba. El odio de los nazis hacia Polonia sólo era superado por el de los leninistas. Quizás por ello, los polacos siempre se han hecho la siguiente pregunta: Si nos atacan los rusos por el Este y los alemanes por el Oeste, ¿a quién disparamos primero? La respuesta es la siguiente: A los alemanes, porque lo primero es el trabajo, luego el placer. El padrecito Stalin quería que los nazis terminaran el trabajo y vaya si lo hicieron: 180.000 civiles murieron en la insurrección, algunos utilizados como escudos humanos por los soldados alemanes. Al final, un Hitler hidrófobo ordenó destruir Varsovia, hasta que no quedara un muro con más de un metro de altura. Cuando los nazis terminaron el trabajo, los comunistas liberaron Varsovia.

Del Museo de la Insurrección en Varsovia, me impresionaron muchas cosas, pero dos sobre todo. Durante, aquellos aciagos días, la gente formaba capillas en sus casas. Desde el Vaticano, Pío XII permitió a los sacerdotes oficiar hasta tres misas en alcantarillas (hogares ruinosos). En una de esas capillas domésticas se encontró la imagen de un Crucificado con una sola mano clavada en el madero; con la otra se enjuga las lágrimas. Polonia siempre ha sobrevivido por la confianza.

Eso y el anónimo conjunto de partes de mortandad, un archivo donde pueden leerse fichas como ésta: Nombre: N y N (esto es, desconocido); edad: seis años; sexo: varón; signos especiales: calavera rota; procedencia: fosa común.

Polonia es el verdadero ave fénix que siempre resurge de su cadáver. Varsovia ha sido reconstruida y lo mismo que terminó por vencer a los nazis con su resistencia cultural, terminó con el comunismo con su resistencia sindical. Pero tanto en uno como en otro caso, una vez a lo largo de su historia, los polacos encontraron en la confianza en Cristo, en su fe vivida, la insobornable voluntad para vencer.

En los años de la guerra, y luego con el comunismo, Juan Pablo II optó por la resistencia cultural. En un club de teatro leído, dedicado a los autores polacos, burló a la Gestapo y en un seminario clandestino se formó como sacerdote. Cincuenta años después, destrozaría el comunismo con las mismas armas: la oración y la palabra.

¿Comprenden ahora por qué el cristófobo ZP odia tanto a los polacos?

Eulogio López

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