Mi anterior artículo sobre mi reciente viaje a Polonia y las sorpresas que me llevé, especialmente en Cracovia, han provocado algunos correos apenados.

Desde luego, la sensación que me provocó la ciudad de Juan Pablo II, allí donde se fraguó la revolución wojtiliana, fue muy dura, pero insito: el que tuvo, retuvo, y Polonia ha sido mucho para ser tan poco.

Polonia nos salvó a Europa de los turcos en Viena. Nos salvó del avance protestante sueco. Nos salvó del Ejército rojo (1920). Sufrió como casi ninguna nación -incluyendo la nación judía que habitaba en su seno- del nazismo. El odio que Hitler sintió por Varsovia (ordenó que no quedara ningún muro de más de un metro de altura) pasará a los anales de la historia. Polonia fue el único país ocupado que no contó con un Gobierno colaboracionista con los nazis, y el levantamiento de Varsovia, verdadera insurrección popular contra un modernísimo ejército del siglo XX. A 60 kilómetros de Cracovia está Auschwitz-Birkenau, el horror nazi para polacos cristianos y judíos, no sólo para esos últimos. Allí fueron asesinados Maximiliano Kolbe y la judeocristiana Edith Stein.

Polonia destruyó el comunismo tras soportarlo durante 45 años y provocó la caída de la dictadura. Con la fe en ritos resistió a los 20.000 asesinados en las fosas de Katyn, los trabajadores-as llevados a Alemania para ser esclavizados, la ingeniería social practicada por los soviéticos, 6 millones de muertos a los que habría que añadir 3 millones de desaparecidos, la mayoría de ellos en el Gulag soviético. Díganme si no es duro ver a ahora a esa tierra de mártires y héroes presa de las garras del capitalismo, un instrumento tan perverso para avasallar la libertad humana como lo pudo ser el nazismo o el comunismo. Polonia perdió a toda una generación por salvar al mundo y no es casual que el lema de solidaridad fuera recogido de sus ancestros: Por nuestra libertad y la vuestra. El corazón polaco es generoso hasta el fin.

Llegué. Vi y vencí, aseguraba el megalómano de Julio César; Juan III Sobieski, el hombre que detuvo al imperio turco, al frente de sus húsares alados, trocó la máxima: Llegué, vi, Dios venció.

Los soldados polacos que se dejaron la piel en Montecassino peleando con lo más selecto de las tropas italianas, grabaron en las tumbas de sus compañeros: Nosotros, soldados polacos, cedemos nuestros cuerpos al suelo de Italia, nuestras almas a Dios pero nuestros corazones a Polonia.

La mística del siglo XX, ya citada en estas páginas, santa Faustina Kowalska, repite que de Polonia saldrá el hombre que preparará al mundo para la segunda venida de Cristo.

No, me niego a ser pesimista respecto a Polonia. Quien tuvo retuvo, no es posible delimitar tamaño patrimonio. Sólo digo que en 2010 me he encontrado una Polonia muy distinta a la de 2005. Me quedo con Chesterton, otro amante de Polonia, cuando concluía que el enemigo de la familia, esto es, del cristianismo, nunca estuvo en Moscú sino en Nueva York.

Eulogio López

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