Es un hombre social, tremendamente social, uno de los más comprometidos con el talante dialogante y progresista de todo el Gabinete Zapatero. Su nombre es Jesús Caldera, ministro de Trabajo, Seguridad Social y Asuntos Sociales, o sea, todo muy social. Y como es el ministro social, el de la violencia de género y el de nadie más progresista que un servidor, se nos ha ido a Moscú, para anunciar a los niños de la guerra que van a tener su pensión. Otros peregrinan a Lourdes, pero Caldera es un progresista, y entonces peregrina a Moscú porque, aunque la Rusia de Putin nada tiene que ver con la URSS de Stalin, el dulce sabor de la nostalgia corroe a los antiguos rogelios, ahora simplemente encarnados.

Los viajes sociales hay que hacerlos con muchos periodistas, y con una noticia en la manga para anunciarlo en el momento oportuno. Por ejemplo, la concesión de una pensión a los niños de la guerra, aquellos chavalillos que la II República Española trasladó a la fraternal Rusia de los soviets para evitarles los males de la guerra. Algunos volvieron, otros se quedaron.

El viaje estaba organizado por el Ministerio y era invitada de honor la Fundación Nostalgia, presidida por un niño de la guerra, el doctor Manuel Arce. Hasta ahí, todo bien. Se supone que un niño de la guerra debe ser un rojo, un duro, un militante antifascista de proclama y barricada. Nada que un progresista del siglo XXI pueda contemplar con desagrado. La progresía actual mira a los residuos de la vieja izquierda con una sonrisa indulgente: luego no tiene más que seguir su propio camino y ya está.

Sin embargo, el ministro Caldera debió darse cuenta de que algo no marchaba cuando fue recibido en el Centro Español de Moscú bajo una bandera rojigualda (la misma que alguien enarboló ante su compañero de Gabinete, señor Bono, en la ya archifamosa manifestación del pasado sábado 22) y un crucifijo. Pase lo de la bandera que sigue siendo la de los ministros de la  Corona, pero el crucifijo....

Y el discurso del presidente del Centro Español de Moscú tampoco fue el esperado, ya que se refirió a que habían tenido que soportar vivir en el comunismo sanguinario. No conviene hablar de la soga en casa del ahorcado, y el buen doctor, un niño de la guerra ya talludito, se empeñó en hablar de la dureza que los niños acogidos por la madre Rusia hubieron de sufrir bajo el estalinismo y el leninismo, y varios ismos más. Como cualquier reaccionario...

El ministro estaba que echaba las muelas, pero estaba en el baile y tenía que bailar. Tras el solemne acto, Caldera pidió informes sobre la tal Fundación Nostalgia y sobre el tal doctor Arce, y lo que vio no le gustó nada. Resultó que el padre del niño de la guerra Manuel Arce reclama a su hijo para que vuelva a España en 1956. Lo hace y, como quiera que está a punto de acabar la carrera de Medicina en Moscú, se vuelve a marchar a Rusia, sin pasaporte, para terminar sus estudios. Cuando regresa otra vez a España, se encuentra con que es un sin papeles, un indocumentado, un ilegal. Sin embargo, las autoridades franquistas le acogen, y comienza a trabajar en el madrileño Hospital de La Paz, que recibe dicho nombre por aquello de los 25 años de paz.

Y como el destino es un cachondo, y un pelín fascista, Manolito, el niño de la guerra, se hizo neuroradiólogo y amigo personal de un tal doctor Cristóbal Martínez-Bordiú. Y ya, en plena carcajada del destino, el doctor Arce se convierte en uno de los habituales del equipo médico que cuida del suegro de su amigo, el doctor Bordiú, un tal Francisco Franco.

O sea, como quien dice, la historia misma de la II República. Jesús Caldera, qué legislatura llevas. Y lo más bonito de todo : encontrarán ustedes pocos datos sobre la intrahistoria de un viaje a Moscú, realizado en pos de la reformas sociales de un Ejecutivo progresista donde los haya. Porque lo que importa no es lo que ocurre, sino lo que los medios cuentan que ocurre. Y esta historia no relanzará la carrera política del ministro de Trabajo.

O así, oyes, que dijo Txomin.

Eulogio López