Desde hace 15 años, paso por la población tarraconense Valls, uno de esos pueblos catalanes poblado de pequeños empresarios, e incluso no tan pequeños, más preocupado por la fortuna privada que por las infraestructuras públicas. Diríase que nadie pasa hambre en la comarca. Posee agricultura, posee industria, con la petroquímica de Tarragona a 20 kilómetros, y posee turismo, en la cercana y hacinada Costa Dorada. 

Quizás por esa riqueza, me ha llamado menos la atención el cartel oficial de las Fiestas de Carnaval, donde, no me pregunten por qué, aparece el retablo de la Última Cena con un Jesucristo al que se ha incrustado una cabeza de demonio, sosteniendo en la mano una forma consagrada. Se ve que en el Ayuntamiento de Valls hay algún intelectual majadero, que no se ha conformado en el combate de don Carnal y doña Cuaresma y ha decidido dar un paso al frente, o quizás hacia atrás, porque la blasfemia procede del Plestoceno Inferior. O quizás simplemente, es que el alcalde es tolerante.

Es muy pertinente el cartel, dado que el Evangelio de la Eucaristíca correspondiente al lunes 24 habla precisamente de est la advertencia de Cristo de que no se perdonará la blasfemia contra el Espíritu Santo, un capítulo que alude a la desesperanza en general, y en particular a uno de los síntomas de esa desesperanza: la atribución a Satanás de las obras de Dios. Pero lo cierto es que cuando la blasfemia se convierte de ataque directo, en una población tarraconense, a lo mejor hay que empezar a preocuparse. Naturalmente, la blasfemia de hoy se ceba en la Eucaristía, si lo sabrán en Valls.

La blasfemia siempre ha acompañado al modernismo. En un delicioso artículo dedicado al intelectual moderno, Chesterton pronostica el fin de los modernos, una serie de escritores, como D. H. Lawrence, Aldous Huxley, etc, que habían enarbolado la bandera de la blasfemia como bandera de los tiempos modernos, cuando lo cierto es que prefiguraba su final. Se lo explica el propio Chesterton: Creo que lo más importante de lo que, de una manera general, podemos llamar futurismo, es que no tiene futuro... La literatura del ateísmo está destinada al fracaso. Los bolcheviques no sólo intentaron abolir a Dios, lo que para algunos es tarea que exige cierto ingenio, sino que trataron de hacer una institución de la abolición de Dios y, cuando Dios queda abolido, queda abolida la abolición. No puede haber futuro en la literatura de la blasfemia, porque si fracasa, fracasa, y si triunfa, se convierte en literatura respetable.

Nuestros mayores recuerdan que cuando alguien blasfemaba en la calle, siempre surgía un alguien que lanzaba una jaculatoria. Por ejemplo, la de Dios sea alabado. E incluso se conseguía que el blasfemo diera marcha atrás. O no, pero a la postre era lo mismo : no se blasfemaba impunemente, ni de palabra ni con ese desprecio por la Eucaristía que es la marca blasfema de una porción de cristianos que están en la recta final de su Cristianismo.

Que sepa, nadie en Valls le ha hecho tragarse el cartel al señor alcalde de la población. Algún intelectual se habrá regocijado, mientras una mayoría de zombies, más o menos dotados de vida, ni habrán caído en la cuenta: Se ven tantas cosas raras. Esto es lo grave. Pero Chesterton tiene razón: la blasfemia es pura destrucción. No sirve para nada más que para ofender, pero su propio triunfo es su derrota.

Y no sólo porque la rutina convierte al hombre en un ser irracional, incapaz de reaccionar, no ya ante una blasfemia, sino ante la tiranía, porque el ademán que desafía al Cielo sólo puede ser imponente como último ademán. La blasfemia es, por definición, el fin de todo, incluso del blasfemo. La esposa de Job vio el sentido de todo ello cuando instintivamente dijo : Maldice a Dios y muere.

El cachondo de Chesterton añade: El poeta moderno, por algún descuido impensado, olvida morir, a menudo, para acabar concluyendo con una espléndida definición de los intelectuales españoles del momento más dados a la blasfemia, los Paco Umbral, Antonio Gala, Haro Tecglen, Raúl del Pozo, Pérez Reverte y otros blasfemos contumaces: No escribo aquí acerca de estos autores realistas o revolucionarios recientes con espíritu hostil; por el contrario, simpatizo sinceramente con ellos porque, a diferencia de los primeros revolucionarios, saben que están en un atolladero intelectual. En todos reina el mismo plan de derrota. Es posible notarlo, por ejemplo, en las miles de novelas sexuales atolondradas, cuyos autores, evidentemente, no se dan cuenta de  que han llegado a una contradicción lógica sobre el lugar que ocupa el sexo. Heredan la idea de que el sexo es una crisis y un enigma, pues realmente eso resulta necesario por la naturaleza misma de la novela. Pero su nueva y sencilla filosofía les enseña que el sexo es solamente un tipo de necesidad que es, al mismo tiempo, trivial, que no resulta más decisivo que fumar. De esta manera, el novelista moderno, desgarrado por dos ideas, se ve forzado a escribir una novela sobre un hombre que fuma veinte cigarrillos y trata de pensar que cada uno es una crisis. En todo esto hay un gran embrollo intelectual, es el tipo de cosas que, con el tiempo, aprieta y asfixia. De esta clase de filósofos se puede decir que si les dan suficiente soga, ellos mismos se ahorcarían. Consuela pensar que el suicido tiene un lugar sublime en esta filosofía.
Dicho de otra manera, cuando falta talento se recurre al sexo y a la blasfemia.
Sabedores todos, emisores y receptores, novelistas y lectores, intelectuales y público, que el sexo aburre y que la blasfemia fracasa, especialmente cuando deja de escandalizar. La blasfemia es, como recordaba Chesterton, estación terminal. En el mejor de los casos para el pensamiento humano; en el peor, para la vida humana.

Eulogio López