Mi amigo (46 años) había ido a buscar a su padre -70 abriles- para que pasara el domingo con sus nietos. Primeras horas de la mañana en un pueblo dormitorio de Madrid. ¡Ojo!, no hablo de una zona marginal, llena de inmigrantes no integrados. Hablo de un pueblo de urbanizaciones residenciales de alta gama, con precios sólo asequible para la clase media-alta de los madriles.

Una veintena de adolescentes repletos de alcohol obligan a parar el coche de mi amigo y comienzan a zarandearle. Han empalmado así que se sienten muy bien, o muy mal, según depende. Mi amigo mide cerca de dos metros así que se ve obligado a salir del coche, acompañado de su padre, que a los 70 años aún se permite ciertos lujos. Las dos primeros mamporros y ya Juvenalia se dedica a insultar a padre e hijo pero a distancia prudencial. La cosa acaba en el cuartel de la Guardia Civil más próximo al lugar de los hechos, y está aquí donde se producen las tres moralejas de tan edificante episodio :

1. Mientras el agente elabora el expediente, uno de los agresores comienza a darse cabezadas contra la pared. Al final, el oficial se levanta y con toda pausa se aproxima al susodicho y le arrea una bofetada de las que mi adorado Giovanni Guareschi calificaría como no una bofetada cualquiera, sino una santa bofetada. El agente vuelve a su sitio y concluye: Total, nos iba a denunciar igual.

2. A renglón seguido, el mismo agente aconseja al agredido, es decir a mi amigo, que consiga un parte médico en las urgencias más cercanas, porque le denunciarán. Mi amigo decide hacer caso y hace bien, porque, en efecto, la denuncia ya le ha llegado.

3. Ese mismo día los padres de los jovencitos se presentan en el Cuartelillo con la sana pretensión de linchar a los guardias civiles que han maltratado a sus pobres retoños. Nada importante, dado que los hijos han salido a los padres: perros ladradores.

Que unos adolescentes se emborrachen y se comporten como matones es algo sabido, casi asumible. De la inmadurez la insensatez sazonada con algo de crueldad. Es desagradable, pero se cura con los años y, quizás, con una bofetada a tiempo. Pero la luz roja sólo se enciende cuando la primera reacción de los susodichos no consiste en disculparse sino en autolesionarse para poder salir, no sólo indemne, sino para que el contrario salga con daño gracias a un embuste. Eso ya indica perversión; eso sí es preocupante. Como lo es que toda la administración de justicia y no estoy hablando de Garzón- esté mediatizada por la mentira de todos los que en ella participan: el propio guardia aconsejó al de la legítima defensa que mintiera para obtener un certificado médico que le exculpe. De otra forma, la mentira de sus acusadores triunfaría. En definitiva, el adolescente estaba pervertido, sus padres estaban pervertidos, el sistema está pervertido por la perversión previa de las personas.

Mi amigo está muy cabreado, y dice que la culpa la tenemos los padres, porque no sabemos educar a nuestros hijos con disciplina. Supongo que tras su experiencia yo bramaría lo mismo, pero creo que se equivoca. Porque, siguiendo a Lenin, podríamos preguntar. Disciplina, ¿para qué? O mejor, disciplina, ¿por qué? Si hemos decidido, en la sociedad, en la familia y en la escuela, en todos lados, que la verdad no existe y el bien y el mal son categorías personales y subjetivas, ¿por qué tengo yo que representar a nadie? ¿El progreso no consiste en denunciar a quien se siente en posesión de la verdad, y en reconocer el pluralismo, es decir, el derecho de cada cual a decidir qué está bien y qué está mal? Pues, con toda lógica, nuestros adolescentes nos responderán que ellos han decido que lo que está bien es emborracharse hasta la madrugada, una vez salido el sol, detener coches y volcarlos con sus ocupantes dentro. ¿Qué usted no está de acuerdo con tan elevado principio moral? Pero esa es sólo su opinión, querido amigo.

En nombre del pluralismo comenzamos expulsando a Cristo de la sociedad y de las personas. Naturalmente, si no hay una autoridad superior, tampoco hay una verdad absoluta, y si no hay verdad absoluta no se puede decir de norma alguna que sea buena o mala. O como diría el gran maestro sobre el relativismo, que es de lo que estamos hablando, Benedicto XVI: si la verdad no existe, lo único que existen son nuestros propios deseos y caprichos.

Y no, no separen a Cristo de la norma moral: es otro divorcio tonto. No es casualidad, que en ese mismo pueblo, en esas mismas fechas, la procesión de la patrona del lugar, fuera asaltada por otra pareja de adolescentes tras una noche de juerga con todo tipo de aditivos. No les falta disciplina es que dejaron de rezar y ahora les falta bien y verdad, y no saben con qué llenar su vida.

Por cierto, no les he contado el caso de otra amiga maestra colegio religioso- que se prejubila perdiendo dinero porque dice que no aguanta más las impertinencias de sus alumnos, que escupen en clase, insultan a la profesora y que, cuando envías una nota a los padres, aparecen estos dispuestos a armarle la gorda a la profe por maltratar a sus vástagos. Sí, ya sé que conocen ustedes muchos casos similares, pero es que mi amiga da clases a niños de quinto de primaria, 9-10 años de edad.

Eulogio López