Todo sentimentalismo es potencialmente traidor y más en las cosas de la religión. La explicación es muy sencilla. Del mismo modo que la fe no se entiende con criterios estrictamente racionalistas -en ese bache tropezó hace dos siglos la Ilustración-, aunque sí racionales, tampoco se sostiene sólo con el corazón: corre el peligro de desaparecer con la misma rapidez con que se desenfunda una pistola.

Emerge un efluvio, el pálpito se apaga poco a poco y las razones para creer se esfuman. Pero una cosa es la fe, que es un don, y otra la santidad, llena de paradojas.

Es cierto que la santidad, como aspiración, es una cosa compleja, llena de minifundios y latifundios y también de paradojas: para crecer hay que menguar, el débil es el fuerte, pon la otra mejilla que te arreo un cachete, hay que ser pobre para ser rico, etc…

El humilde reconocimiento de nuestra condición no es un requisito para el sabio pero sí para el santo
Me voy a quedar con una de esas paradojas sugerentes, la que salta cuando se comparan la santidad y la sabiduría. Bien sabe Dios que no se excluyen y que son, por tanto, conceptos compatibles. Hay ejemplos muy conocidos de santos muy sabios y de sabios muy santos (el santo de Hipona, el Aquinate, San Juan de Dios, Santo Tomás Moro o Santa Teresita). Y también hay ejemplos de sabios estupendos que no alcanzaron el grado de santidad, aunque nos han alimentado el espíritu de un modo muy razonable (Pascal, Chesterton, Petrarca, Bernanos o Kierkegaard).

El binomio paradójico de la santidad yuxtapuesto a la sabiduría viene de lo que me decía un paisano el otro día y que consiste en preguntarse, como quien no quiere la cosa, si uno quiere pasar, o no, a la Historia. Una perplejidad, vaya. El paisano dibujaba un 'de profundis' mientras lo explicaba.

Tanto la santidad como la sabiduría cuestan lo suyo (es una obviedad), pero el sabio tiene un problema potencial que no tiene el santo: el orgullo y la vanidad. El paisano me explicaba que mientras el sabio está más dispuesto a que le 'regalen el oído', el otro, el santo, y en principio, tiene más difícil que así sea.

El paisano, en fin, de una forma bastante llana, por cierto, me formulaba lo siguiente: "Pregunta a ese que sabe tanto y se porta tan bien qué prefiere, ¿que le dén la razón o alcanzar la cima de la santidad". La humildad, añadía, no es un requisito para lo primero (la sabiduría), pero sí para lo segundo (la santidad). Vamos, que lo que venía a decir es que mientras el sabio está en la frontera del engreimiento, para el otro, el santo, la humildad es una condición imprescindible.

La paradoja total llegó al final. "¿Sabes dónde está la paradoja -me preguntó, aunque se contestó él mismo-, en la humildad, que lleva al reconocimiento de lo que uno es de verdad       -más bien poca cosa-, y con esa humildad puede llegar a la santidad, con la ayuda divina; es decir, mucho más lejos que el sabio en su menester".

Claro, y esa humildad, que cuesta lo suyo, evita, sin pruebas adicionales posteriores, el esfuerzo ímprobo que sí tiene que recorrer un sabio. El santo no desea pasar a la historia       -otra cosa es que pase-, sino alcanzar la perfección en el amor, ¡admitiendo su debilidad!, que Dios ensalza con su gracia. En el sabio todo eso es meramente accidental y si juega sólo en el campo de lo humano -no de lo sobrenatural-, deseará pasar a la historia (otra cosa es que pase).

Mariano Tomás

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